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Reportaje:

Woodward y el "martirio" de Hillary

El popular reportero del Watergaterelata en un libro el impacto de la relación Clinton-Lewinsky.

En agosto de 1998, tras la confesión parcial de su relación con Monica Lewinsky ante el gran jurado y las cámaras de la televisión, Bill Clinton dijo a uno de sus asesores: "Hillary no me va a perdonar". En esas fechas, haciendo como que compartía unas vacaciones en Martha"s Vineyard con su esposo, Hillary Clinton le dijo a Mike McCurry: "¿Estoy enfadada? ¿Me siento traicionada? ¿Me siento sola? ¿Estoy exasperada? ¿Me siento humillada?". De ese modo retórico, la primera dama expresó sus sentimientos ante el entonces portavoz de la Casa Blanca. Son dos de las revelaciones de Sombra: cinco presidentes y el legado de Watergate, el último libro de Bob Woodward, el periodista de The Washington Post que fue coautor de la investigación que hace 25 años acabó con la presidencia de Richard Nixon. La principal conclusión del libro, que ayer llegó a las librerías de Estados Unidos, es que el Watergate ha pesado como una losa sobre los sucesores de Nixon. Por una parte, la prensa de EE UU ha desarrollado toda una cultura de "caza del escándalo presidencial"; por otra, los titulares de la Casa Blanca no parecen haberse enterado del cambio de los tiempos.

Fría y fuerte en público, Hillary sufrió enormemente por el caso Lewinsky. El 27 de enero de 1998 dio la cara por su marido en una entrevista televisada. Declaró que creía sus desmentidas y añadió que las acusaciones de Kenneth Starr eran el fruto de "una amplia conspiración derechista". La presentadora le preguntó si pensaba que algún día su marido aceptaría que "ha vuelto a causar daño al matrimonio". "No, absolutamente, no", respondió Hillary. Siete meses después, Clinton admitió ante el gran jurado y ante las cámaras de televisión que había sostenido una "relación íntima inapropiada" con Lewinsky. Hillary quedó devastada. Tras el amargo trago de las vacaciones conjuntas en Martha"s Vineyard empezó a buscar una explicación a lo que le estaba pasando. A una amiga le dijo que no veía en Lewinsky una amenaza, porque la relación de Clinton con la becaria fue puramente sexual. En cambio, la de la pareja presidencial estaba basada en "amistad y asociación". Hillary buscó refugio en sus convicciones religiosas. "Tengo que tragar esto", dijo a un amigo. "Tengo que aceptar este castigo. No sé por qué Dios me ha escogido a mí para esto, pero lo ha hecho. Dios está detrás de todo esto, y él conoce la razón. Existe alguna razón".

Por su parte, Clinton, según Woodward, estaba "al borde de la desesperación" en el otoño de 1998, tras enterarse de que Chelsea, su única hija, había leído el informe Starr en Internet. "Starr", exclamó Clinton, "quiere volverme loco". Esa sensación de acoso, según Woodward, la han tenido todos sus predecesores desde Nixon.

Gerald Ford se sintió perseguido por su polémico perdón a Nixon; Jimmy Carter, por la campaña periodística contra el director de su oficina presupuestaria; Ronald Reagan y George Bush, por las investigaciones sobre sus papeles en el escándalo Irán-Contra; Clinton, por Whitewater y el caso Lewinsky. Ninguno de esos presidentes ha comprendido que, tras el Watergate, la Casa Blanca está sometida a un estrecho escrutinio. Ninguno ha sabido coger el toro por los cuernos al ser sorprendido en un comportamiento erróneo. Todos han preferido salir con evasivas, ganar tiempo, presentarse como mártires. "Los hombres que sucedieron a Nixon", escribe Woodward, "son como adictos a los que se les niega su dosis de drogas; en este caso, el poder narcótico de la presidencia".

El pasado febrero, al conocer que el Senado le había absuelto de los delitos de perjurio y obstrucción a la justicia, Clinton le reconoció a un amigo íntimo que su presidencia y su familia habían quedado irreparablemente dañadas por el caso Lewinsky. "Yo sobreviviré, pero ya nada será igual", dijo. La voluntad de Clinton de agarrarse al poder a costa de mentir incluso a familiares, amigos y colaboradores se había ido traduciendo en creciente soledad. Uno tras otro, Georges Stephanopoulos, su consejero político; Mike McCurry, su portavoz de prensa, y Erskine Bowles, su jefe de gabinete, terminaron abandonándole. Hillary, en cambio, sigue al lado del presidente. La humillación del caso Lewinsky la beatificó ante los ojos de la mayoría de la opinión pública de EE UU. Hoy capitaliza esa corriente de simpatía como candidata a un sillón en el Senado por Nueva York.

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