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Tribuna
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Mandela Superstar

El líder surafricano se reveló desde un principio como un mago de la imágen

A principios de 1994, Nelson Mandela participó en una reunión del comité ejecutivo nacional del Congreso Nacional Africano (CNA). En abril iban a celebrarse las primeras elecciones democráticas de Suráfrica, el CNA iba a ganar sin ninguna duda y la delicada cuestión que estaba sobre la mesa era decidir la postura del nuevo Gobierno sobre el himno nacional del país. El viejo himno oficial era claramente inaceptable. Die stem, una lúgubre melodía militar, celebraba el triunfo de los exploradores afrikáner que habían recorrido Suráfrica hacia el norte en el siglo XIX, aplastando toda resistencia que encontraban por parte de los indígenas. El himno extraoficial de la Suráfrica negra, Nkosi Sikelele (Dios bendiga a África), era la cálida y conmovedora expresión de un pueblo que había sufrido durante mucho y soñaba con ser libre.

Acababa de empezar la reunión del comité ejecutivo cuando entró un ayudante para notificar a Mandela que tenía una llamada de un jefe de Estado. Mandela salió de la habitación y la reunión siguió adelante. Había un consenso abrumador a favor de abolir Die stem y sustituirlo por Nkosi Sikelele. Tokyo Sexwale, una figura importante en el CNA, que estuvo con Mandela en la cárcel, recuerda vivamente la atmósfera de la reunión durante la ausencia del líder negro. "Estábamos muy contentos. Se acabó esa canción de Die stem, decíamos. Ya basta. En este país cantamos Nkosi Sikelele y no hay más que hablar. Nos lo estábamos pasando muy bien".

De pronto entró Mandela. "Nos sentimos como alumnos de primaria", recuerda Sexwale. "Cuando se enteró de lo que habíamos decidido dijo: "Pues lo siento. No quiero ser grosero... -Dios mío, todos queríamos escondernos en algún sitio-. Esta canción que despacháis con tanta facilidad contiene las emociones de mucha gente a la que todavía no representáis; sin embargo, de un plumazo, estáis dispuestos a tomar una decisión que destruiría la base, la única base, sobre la que podemos construir el país: la reconciliación". Los hombres y mujeres de la ejecutiva nacional del CNA, muchos de ellos, en la actualidad, ministros del Gobierno o responsables de las provincias, se morían de vergüenza. "Tras las palabras de Mandela", prosigue Sexwale, "Jacob Zuma, que presidía aquel día la reunión, dijo: "Bueno..., me... me parece que la cosa está clara, camaradas. Me parece que la cosa está clara". Nadie levantó un dedo para oponerse". En la actualidad, tal como ha quedado establecido desde que Mandela se convirtió en presidente, después de la aplastante victoria del CNA en las elecciones de 1994, Suráfrica posee dos himnos, que siempre se tocan, uno tras otro, en las ceremonias oficiales: Die stem y Nkosi Sikelele. El comité ejecutivo nacional capituló por completo ante la ira de Mandela porque sus miembros entendieron inmediatamente que su afán vengativo respecto al himno blanco había sido infantil y que la verdadera respuesta de futuro ante el dilema que estaban discutiendo era la solución madura y generosa que había propuesto Mandela. Pero, además, cedieron ante la opinión de este último porque habían aceptado, desde hacía mucho tiempo, que el viejo estaba mucho más dotado que cualquiera de ellos para el arte contemporáneo del simbolismo político. El problema del himno consistía, en definitiva, en la creación de un clima nacional, la capacidad de llegar a las emociones de la gente para convencer políticamente. Una faceta del Mandela político que con frecuencia queda oscurecida por el mito de Mandela y la sagrada veneración que despierta es que es un auténtico maestro de la imagen. Su talento para el teatro político es tan refinado como el de Bill Clinton o, en su día, el de Ronald Reagan.

El principio de la carrera política de Mandela puede fijarse exactamente en una reunión que tuvo en 1941 con Walter Sisulu, el hombre que lo "descubrió". Mandela acababa de llegar a Johanesburgo procedente del Transkei rural, donde se había formado para ser un jefe tribal. Había huido a la ciudad, como tantos jóvenes, en busca de fortuna; y para escapar de un matrimonio al que le obligaban los ancianos de la tribu xhosa. Deseaba ser abogado.

Sisulu y Mandela eran dos casos opuestos por antonomasia. Sisulu había sido minero, por aquel entonces era agente de la propiedad, y se movía con comodidad en el caos competitivo de la gran ciudad. Mandela era un ingenuo que había repartido su vida entre el internado, donde había disfrutado -para lo que entonces era normal entre los negros- de una educación privilegiada, y la ordenada vida rural de la tribu. Sisulu era un organizador político de gran futuro en el CNA. Las ideas políticas de Mandela no iban mucho más allá de plantearse los derechos de pastoreo para las vacas. Sisulu era menudo y pensativo. Mandela era alto y extravagante. Sisulu había nacido para el anonimato. Mandela tenía un porte majestuoso.

"En aquella época, nosotros buscábamos a personas que pudieran ejercer verdadera influencia sobre la situación en el país", relataba Sisulu en una entrevista concedida el año pasado. "Un joven como Nelson, con un carácter como el suyo, era un regalo del cielo para mí. Pensé que haría un papel magnífico si se le preparaba, que íbamos a intentar ayudarle a alcanzar puestos de responsabilidad. Necesitaba a mi alrededor a gente de su calibre. Sabía que el movimiento avanzaría muchísimo con personas como él. Y, por supuesto, creía que una persona así debía estar en primer plano".

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Varios colaboradores han equiparado a Sisulu con el agente de un campeón de boxeo. Tampoco sería inapropiada, quizá, la similitud con aquel coronel del profundo sur de Estados Unidos que vio por primera vez a Elvis Presley y ayudó a convertirle en el prototipo indiscutible de lo que ha significado ser una estrella famosa en el siglo XX.

En cualquier caso, aquella primera entrevista con Sisulu fue decisiva. Además de proporcionar a Mandela los contactos necesarios para alcanzar su sueño de ser abogado, le situó en la inexorable trayectoria política de la que -con la tozudez propia de los grandes triunfadores- nunca se ha desviado. Hoy, a Mandela le gusta decir en broma que, si no hubiera sido por el anciano Sisulu, seis años mayor que él, su vida habría sido mucho menos complicada. Muy poco tiempo después de descubrir a aquel joven talento recién llegado, Sisulu ya había logrado empujarle -tal como se había propuesto- al centro del escenario político.

La política de resistencia pacífica de los años cuarenta y cincuenta necesitaba, por su propia naturaleza, un talento teatral como el que poseía Gandhi. Era preciso montar actos públicos que despertaran la conciencia política y sentar un ejemplo de valentía para la población negra en general. Mandela, en su calidad de "Voluntario jefe" de la "campaña de rebeldía" de aquel periodo, fue el primero en quemar su documento de identidad negra, un método especialmente humillante que imponía el Gobierno del apartheid con el fin de garantizar que los negros sólo entrasen en las zonas blancas para trabajar. Antes de quemar el carnet se aseguró de escoger un momento y un lugar que permitieran la máxima repercusión pública. Las fotografías de la época le muestran sonriendo ante las cámaras, de forma muy intencionada y muy ensayada, mientras rompía esa ley del apartheid. Al cabo de unos días, miles de negros, gente corriente, le imitaban.

Mandela no sólo poseía un talento natural, sino que tenía una confianza absoluta -casi insultante- en sí mismo. Rebosaba seguridad en sí mismo. En retrospectiva, quizá ésta sea otra forma de decir que, desde el principio, albergaba un intenso sentido del destino que le aguardaba. Se veía a sí mismo como alguien que iba a desempeñar un papel heroico.

En una cena celebrada el 6 de abril de 1952, en la que los dirigentes más veteranos del CNA se habían reunido para determinar la vía política que debían seguir, Mandela -que a los 34 años presidía la recían creada rama juvenil del CNA- se hizo dueño de la situación de forma escandalosa. Joe Matthews, en la actualidad viceministro en el Gobierno de Mandela, estaba allí.

"Todos los demás vestían de esmoquin, y él llevaba su traje preferido, de color marrón; siempre tenía una elegancia extraordinaria", recuerda Matthews. "Empezó a leer el discurso que había preparado, en el que predecía que él sería el primer presidente negro de Suráfrica. Algo totalmente asombroso. Como es lógico, todos pensaron que no era más que un joven arrogante, porque nadie soñaba con que íbamos a alcanzar la emancipación y la libertad durante nuestras vidas, aunque ése fuera nuestro lema: Libertad en vida".

No fue menos el asombro, o el disgusto, de los viejos líderes del CNA cuando Mandela propuso en 1960 que el movimiento debería analizar las posibilidades de volcarse hacia la lucha armada. Pero acabó ganando el debate y en 1961, y se convirtió en comandante en jefe de la rama Umkhonto we Sizwe (La Lanza de la Nación) del CNA, asumiendo el papel de Che Guevara, cuyos panfletos políticos leía con avidez. En el último acto público al que asistió antes de que le detuvieran en 1962, una fiesta en Durban, apareció vestido con uniforme de camuflaje de guerrillero. Era el hombre más buscado de Suráfrica, pero era tan vanidoso y le gustaba tanto destacar en una multitud y que se le llamara el Che surafricano, que rechazó el consejo de sus camaradas de que se afeitase la barba con la que se le identificaba en las fotos de la policía.

El día siguiente, en la carretera de Durban a Johanesburgo, la policía lo detuvo. Pasaría los siguientes 27 años en prisión.

Neville Alexander, un prisionero político que estuvo 10 años con él en Robben Island, estudió de cerca lo que él define como "la maestría dramatúrgica" de Mandela, su plena consciencia de la gravedad que irradia. "Mide a los demás con sumo cuidado, especialmente a aquellos con los que debe tener un enfrentamiento hostil", explica Alexander. "Y se dirige a ellos de la manera que más efecto vaya a tener. Una de sus tácticas preferidas consiste en hacer algún comentario sobre el aspecto de la otra persona o sobre algún cotilleo, algún dato que conoce del otro. A partir de ahí suele adornarlo de tal forma que el interlocutor acaba creyendo que le ha investigado minuciosamente".

Es una "táctica" que reconoce casi cualquier persona con la que Mandela haya conversado alguna vez, un método tan habitual, tan incorporado a su personalidad, que ha pasado a ser ya un reflejo espontáneo. Y a ello se une su extraordinaria capacidad -un rasgo especialmente útil para un político, y que también tiene Bill Clinton- para, al parecer, no olvidar jamás un nombre. Sin embargo, Mandela también puede ser ladino a la hora de usar su talento de actor. Es raro, muy raro, que estalle de ira, pero cuando lo hace, como ha ocurrido en un par de ocasiones, por ejemplo con FW de Klerk -cuando éste era aún presidente-, explota con el doble propósito de imponer su autoridad a su víctima y actuar para la galería. También practicó sus brotes de ira en prisión. Alexander recuerda un incidente con un guardián. "Aquel tipo, que se llamaba Huysamen, nos reunió a todos en el patio y arremetió contra nosotros. Hablaba de que se había abusado de las facilidades para estudiar, o una cosa parecida, algo que era totalmente mentira. Y llegó un momento en el que Nelson estaba tan harto del individuo que se le acercó y le dijo: "No te atrevas a hablarnos así". Y le soltó una verdadera bronca. Le puso verde. "Llegará tu día, y harás esto, y lo otro, y lo de más allá". Yo estaba a su lado, y el tipo se fue con el rabo entre las piernas; la situación tenía una tensión extrañamente terrible".

"Después le pregunté a Mandela: "¿Pero qué ha ocurrido? ¿Por qué has hecho eso?". Nunca olvidaré lo que me respondió: "Lo hice completamente a propósito". Al principio no le creí, pero cuando me paré a pensar en ello, lo cierto es que él hace las cosas de forma deliberada. Me pareció muy posible que hubiera preparado todo".

Alexander sabía, como lo sabían todos aquellos que habían estado en la cárcel con Mandela, que él estaría a la altura de las expectativas que se habían creado durante los años anteriores a su liberación. Pero había personas, tanto miembros del CNA como simpatizantes de todo el mundo, que temían que fuera a resultar como una de esas películas en cuya promoción han invertido enormes sumas de dinero los productores y que acaban siendo un fracaso de taquilla. No tenían que haberse inquietado. Ya desde la primera conferencia de prensa, al día siguiente de su puesta en libertad, Mandela se enfrentó a todo el poder de los medios de comunicación internacionales con el aplomo de un hombre que llevaba toda su vida preparándose para ese momento. No sólo se mostró al mismo tiempo relajado y majestuoso, capaz de bromear con los periodistas mientras les inspiraba casi veneración con su aire impasible, sino que además utilizó una de sus tácticas preferidas con el director de un periódico en lengua afrikaans, uno de los principales portavoces del adversario al que pretendía conquistar y derrotar. Cuando el director dijo su nombre, Mandela respondió con algo así como: "¡Ah, sí, le conozco! Recuerdo un artículo magnífico que escribió usted". Todavía hoy, el director sigue contando la anécdota. En cuanto al resto de los periodistas reunidos -alrededor de 200-, entre ellos muchos de los miembros más veteranos y endurecidos de la profesión, todos se rindieron ante esta ofensiva de seducción. Cuando Mandela dio la rueda de prensa por terminada, todos estallaron en un aplauso espontáneo, en una ruptura del protocolo sin precedentes.

En los años transcurridos desde su salida de la cárcel ha conquistado a personas de todos los sectores, de toda condición social, de todo el mundo, con el arma secreta que afinó en la cárcel, esa mezcla de gravitas y carisma en la que ha logrado un equilibrio perfecto. Y que ha afianzado con una integridad impresionante e indiscutible.

Mandela es el único hombre que ha convencido jamás a la reina de Inglaterra para que bailara en un concierto. Es el único que le ha dicho a la cara al presidente de Estados Unidos que "se tirara a la piscina", tal como hizo en una rueda de prensa conjunta, celebrada en Ciudad del Cabo, al referirse a quienes le presionan -especialmente, el Gobierno estadounidense- para que corte los lazos de amistad con Muammar el Gaddafi. No sólo insultó a Bill Clinton con todo descaro, sino que la reacción de éste, asimismo notable, fue una carcajada.

Mandela ha logrado llevar a cabo golpes de efecto en todas partes, pero pocos de tanta trascendencia como el que dio durante su debate televisado -al estilo norteamericano- con el entonces presidente De Klerk en vísperas de las elecciones de 1994. Al parecer, la actitud de Mandela hacia De Klerk, cada vez más hostil, estaba causando un efecto negativo en los espectadores. De pronto, cuando el debate estaba a punto de terminar, Mandela recobró los mandos de la situación con uno de sus gestos característicos. Se acercó a darle la mano a De Klerk, le elogió y le calificó de "auténtico hijo de África".

"Yo tenía la impresión, como todo el mundo, de que iba ganando por puntos", explicaba De Klerk en una entrevista a principios de este año, con una imagen sacada del boxeo. "Pero lo cierto es que Mandela consiguió levantarse cuando, de pronto, se acercó, empezó a elogiarme y me dio la mano delante de todas las cámaras. Es posible que aquel gesto estuviera planeado de antemano. En mi opinión, fue un gesto político. Pero sí creo que la mayoría de sus triunfos mediáticos, la mayoría, surgen de una reacción instintiva. Creo que tiene un talento maravilloso en ese sentido". Mandela ha refinado ese talento de tal forma y ha conseguido hasta tal punto que su habilidad como actor político sea una segunda piel, que incluso un rival como De Klerk está convencido de que se rige más por el instinto que por el cálculo. De Klerk considera que la misión de Mandela durante sus cinco años de presidencia ha consistido, casi hasta excluir los asuntos cotidianos del Estado, en "construir la nación", sentar las bases para la estabilidad futura, unir de una vez por todas a blancos y negros.

De las numerosas victorias teatrales que ha acumulado Mandela durante su prolongada vida política, la ocasión en la que desplegó su talento con resultados más brillantes fue la final del campeonato mundial de rugby en Johanesburgo. Fue en 1995, cuando llevaba un año en la presidencia. El rugby ha sido siempre el deporte de los afrikáners, el "deporte del opresor". Los negros solían ir a los partidos internacionales, a la sección "sólo para negros", para apoyar al equipo rival. A cualquier rival.

Suráfrica había llegado a la final. El adversario era el equipo de Nueva Zelanda, el gran favorito. Mandela, consciente de la oportunidad que se le ofrecía de usar la copa del mundo como instrumento para fomentar la paz y la estabilidad, pasó las semanas anteriores preparando meticulosamente su terreno. Antes del torneo se había entrevistado con el capitán surafricano, un hijo del apartheid, alto y rubio, llamado François Pienaar. En aquella reunión, celebrada en el despacho del presidente en Pretoria, convenció a Pienaar y a su equipo (14 blancos y un mestizo) de que se aprendieran la letra de Nkosi Sikelele. Al mismo tiempo persuadió a la población negra, a través de discursos y apariciones en televisión, de que olvidaran los agravios pasados y apoyaran a la selección nacional de rugby.

El día de la final dio su coup de théâtre más espectacular, al asombrar a los telespectadores de todo el mundo con su aparición en el campo, antes de que empezara el partido, cubierto con la camiseta verde del equipo surafricano de rugby, en sí otro "símbolo de la opresión" tradicional. Algunos se preguntaron durante un instante, como había hecho De Klerk durante su debate, si Mandela había calculado su gesto o si era una manifestación espontánea de su "talento natural". Pero cualquier análisis de ese tipo se vio arrastrado en una oleada de emoción cuando todo el estadio, completamente blanco, salvo por un puñado de rostros negros, estalló en gritos de "¡Nelson! ¡Nelson! ¡Nelson!".

El arzobispo Desmond Tutu recuerda aquel día -el propio Mandela ha confesado a sus amigos que él también- como uno de los más felices de su vida. "Si cualquier otro dirigente político, cualquier jefe de Estado, hubiera intentado hacer algo parecido, se habría dado de bruces, asegura Tutu. "Pero era lo que había que hacer. La mayoría de los presentes eran afrikáners que habían conocido a ese hombre como terrorista, que habían pensado que el Gobierno cometía una estupidez al ponerle en libertad, y, sin embargo, acabaron gritando ¡Nelson! ¡Nelson! ¡Nelson! Increíble. Y el resultado fue un vuelco para nuestro país. Cuando ganamos el partido, los negros salieron a bailar en las calles de Soweto. Fue algo extraordinario, y nos indicó que era verdaderamente posible ser una sola nación".

Lo que sí logró aquel día la acción de Mandela, como observa Joe Matthews, fue "eliminar a la ultraderecha". Desde entonces, la extrema derecha surafricana, que durante un tiempo amenazó con ahogar el país en una sangrienta guerra civil, ha quedado reducida a la ineficacia y el ridículo.

En cuanto a si se ha alcanzado el sueño de Tutu y Mandela de convertir Suráfrica en una nación unida y sin fisuras, eso es más discutible. Pero las imágenes de Mandela cuando salió al campo al final de aquel partido y entregó la copa del mundo a François Pienaar, de su alegría de niño cuando celebró la victoria con su camiseta de rugby, de la muchedumbre que coreaba su nombre, son estampas que perduran en la mente de todos los que las presenciaron y que recordarán las generaciones futuras, durante años y durante siglos, como ejemplo supremo de generosidad, perdón, reconciliación y esperanza.

Tokyo Sexwale estaba allí en el estadio, sentado junto a Mandela, y está seguro de que nunca lo olvidará. "La lucha para la libertad de nuestro pueblo no consistió tanto en librar a los negros de la esclavitud como en liberar a los blancos del miedo", declara Sexwale mientras recuerda con alegría aquel gran día. "Y eso fue aquel momento: el miedo que se desvanecía. Aquellas masas de aficionados al rugby que gritaban "¡Nelson! ¡Nelson!". Aquellas personas que habían sido nuestros carceleros, contra los que habíamos luchado en las trincheras. Y yo no supe qué decir. Pero me sentí orgulloso de encontrarme al lado de aquel hombre al que había conocido en prisión. "Fíjate qué arriba está ahora", pensé. Y... me sentí orgulloso; uno se siente orgulloso de haber compartido mesa con los dioses".

La serie de artículos sobre Nelson Mandela se basa en gran parte en entrevistas que John Carlin hizo para un documental televisivo titulado La larga marcha de Nelson Mandela, emitido en Estados Unidos.

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