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La excepción americana

Enrique Gil Calvo

El alivio causado por la capitulación de Milosevic explica el clima de opinión triunfalista que ha cundido entre la prensa occidental, tras dos meses de incertidumbre sobre la suerte de la aventura militar. Al final, la partida ha terminado como tenía que acabar, dada la proporción relativa de fuerzas. ¿Pero de verdad ha tenido un final feliz esta película de guerra? Puede que las cosas no sean tan sencillas. Si hacemos un balance objetivo, quizá resulte que la victoria ha sido pírrica, lo que a la postre demostraría que la apuesta nunca mereció la pena. En el haber no se ha obtenido ningún premio mayor, pues la retirada serbia de Kosovo no sirve de mucho hasta que el régimen de Milosevic no caiga. Y en el debe, el precio a pagar podría resultar insoportable, si lo juzgamos tanto por sus costes humanos (con genocidio y medio millón de deportados) como en términos de racionalidad política, pues esta guerra ha destruido el precario orden jurídico internacional sin sustituirlo por ningún otro arreglo de recambio. Los occidentales nos creíamos superiores tanto por razones técnicas (dada nuestra supremacía en ciencia y capital) como sobre todo éticas, de acuerdo al principio de que el fin nunca justifica los medios. Pues bien, la convalidación de la guerra de Kosovo por su victoria expost ha supuesto aceptar finalmente que el fin justifica los medios. Así, abdicamos de nuestra superioridad ética y nos quedamos reducidos al ilegítimo ejercicio de nuestra superioridad técnica, cayendo en un incontrolable pragmatismo extremado. Lo cual supone una pérdida, pues el pragmatismo es eficaz pero miope, al no poder generar certidumbre a largo plazo, por lo que no resulta eficiente. Y sobre todo implica una regresión, pues cuando se carece de mecanismos colectivos de control externo (como los que suponía el Consejo de Seguridad de la ONU), se tiende a caer en el riesgo de unilateral extralimitación.

Así, nos ponemos todos en poder del más fuerte, que por ahora es el amigo americano. ¿Pero puede Europa permitirse el lujo de quedar como rehén inerme de su guardián estadounidense? La mejor parábola de este dilema la propuso Savater, comparando hace poco al amigo americano con El sirviente, de Losey: el villano desclasado que termina por apoderarse de la voluntad de su decadente señor aristocrático. ¿Hasta cuándo seguirá delegando Europa su libertad, y por lo tanto su responsabilidad, en el matón estadounidense? Se dice que no hay alternativa de momento, lo que es cierto, y que al menos el matón es uno de los nuestros, en tanto que occidental y democrático: pero estas dos últimas afirmaciones son bastante más discutibles.

Algunos sostienen que la sociedad norteamericana es el modelo de futuro, al que los demás estaríamos predestinados a imitar, pero no parece que sea cierto, por mucho que el orden capitalista sea el mismo. Antes al contrario, puede sostenerse que la cultura política estadounidense es no sólo diferente de la europea, sino, además, ajena y quizá incompatible con la nuestra. He aquí algunos indicios que prueban la existencia de una diferencia específica. Ante todo, está por supuesto el derecho de los ciudadanos estadounidenses a usar armas, renunciando al monopolio estatal de la violencia que la modernidad instauró en Europa: por eso, la reciente masacre de Colorado sólo es explicable allí, pero nunca lo sería entre nosotros. Después aparece el masivo respaldo ciudadano a la pena de muerte, vigente en la mayoría de los Estados de la Unión, algo también impensable en Europa.

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Luego tenemos la inexistencia de pensamiento socialista en EE UU, lo que explica tanto el gremialismo de su organización sindical como la carencia de partidos políticos de izquierda. Además, el Estado de bienestar es casi inexistente en EEUU, sin universalización de derechos sociales y con gran tolerancia por las más injustas desigualdades económicas. Y, por último, destaca la ausencia en Estados Unidos del concepto de lo público, pues su cultura jurídica es exclusivamente litigante, caracterizándose por una hipertrofiada defensa de derechos privados que se enfrentan en interminables conflictos de intereses. De ahí el odio estadounidense a su Capital Federal, a la que se percibe no como fuente de servicios públicos y sede legítima de la soberanía popular, sino como madriguera burocrática de interventores parásitos y rapaces recaudadores de impuestos. Por eso la presidencia representa poco más que la comandancia suprema de las fuerzas armadas, las elecciones están reducidas a una espectacular competición deportiva y la ciudadanía es pasiva, absentista, conformista y apolítica.

¿Cómo surgió esta excepción americana? Lo tradicional es explicarlo por la ausencia histórica de aristocracia en EEUU, como revela el ejemplo de las armas. Si la población europea está desarmada es porque desciende de los villanos sometidos al estamento nobiliario de los señores de armas. En cambio, los Estados Unidos nunca soportaron una nobleza de armas, pues nacieron directamente como una sociedad igualitaria y no estamental: de ahí que todos sus ciudadanos reivindiquen el mismo derecho a llevar armas, sin aceptar ninguna clase de restricción que se entendería como un privilegio excluyente. Y esta ausencia de aristocracia en EEUU siempre se ha visto como una bendición histórica, y así lo expresaron tanto Goethe ("¡América, tú estás mejor que nuestro viejo continente, tú no tienes castillos en ruinas!") como Tocqueville ("la gran ventaja de los americanos es haber llegado a la democracia sin tener que sufrir revoluciones democráticas, y en haber nacido iguales en vez de llegar a serlo").

Pero según otra interpretación más reciente, puede que este déficit de nobleza sea en realidad una especie de maldición oculta. El autor que primero llamó la atención sobre los efectos perversos de la carencia histórica de aristocracia fue Louis Hartz, en su libro La tradición liberal en América. Y más tarde ha sido Hirschman quien ha retomado la hipótesis de Hartz, alertando sobre las nefastas consecuencias que para una democracia puede tener su nacimiento directo, sin pasar por una fase previa de grilletes feudales. Pero la versión de Hartz y Hirschman es puramente descriptiva, sin avanzar ningún factor causal. Por eso parece conveniente interpretar su hipótesis a partir de Norbert Elias, el gran autor de El proceso de la civilización.

La aristocracia feudal de los señores de armas era bárbara y violenta, y sólo se civilizó cuando aprendió a congregarse desarmada en la Corte moderna: institución que desmilitarizó a la nobleza, reprimió su propensión a la violencia y la instruyó en los rituales civilizatorios de las reglas de etiqueta. Por eso, la Corte moderna es para Elias la matriz histórica de la modernidad, al hacer posible no sólo el monopolio estatal de la violencia, sino además la creación de una sociedad cortesana donde reside el origen de las demás formas de cultura moderna, desarrolladas o promovidas con su magisterio de costumbres por la nobleza: arte, ciencia, negocios, filosofía, etcétera. Tanto es así, que el concepto europeo de lo público, heredado del despotismo ilustrado por la socialdemocracia jacobina, no puede entenderse sin su origen en la cortesana razón de Estado, inventada por la nobleza de toga.

Pues bien, eso es lo que falta en la historia norteamericana: una Corte moderna donde pudiera inventarse una cultura pública capaz de difundirse al resto de la sociedad civil. Por eso, sin magisterio cortesano, la sociedad norteamericana creó una cultura cívica caracterizada por su absolutismo liberal (L.Hartz), que rechaza lo público y se define como exclusivamente privada. Y de esta atrofia congénita se derivan todos los demás rasgos de la excepcionalidad americana. Sin embargo, de poco sirve lamentarse, pues en Europa no tenemos nada que oponer. Es verdad que aquí existieron Cortes modernas, pero eran locales y fragmentarias, por lo que sólo inventaron lo público a costa de dividirlo en naciones territorialmente enfrentadas. Así que tampoco ha existido nunca una Corte central distinta del papado, que pudiera inventar una razón de Estado unificada a escala europea. En consecuencia, no disponemos de ninguna definición de lo público a nivel continental. Y, en su ausencia, debemos elegir entre soportar tiranos o llamar a los estadounidenses.

Nos queda el consuelo de creer que no hay mal que por bien no venga: ni siquiera el mal menor americano.

Enrique Gil Calvo es profesor titular de Sociología de la Universidad Complutense de Madrid

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