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Día olvidado, tiempo para olvidar

Con silencio inversamente proporcional a la gravedad de los sucesos que lo justifican, se pasó el Día Mundial del Medio Ambiente. El pasado día 5 destacó como el que menos eco propagó en ese otro ecosistema que somos los medios de comunicación: cuando la colección de disparates contra nuestra salud y las leyes que pretenden amparar a lo viviente alcanzaba precisamente la condición de abrumadora. Sin duda, lo más grave es la enésima confirmación de que los cortos plazos y los largos rendimientos han desnaturalizado de tal forma la obtención de alimentos que, con demasiada frecuencia, se nos cuelan hasta el estómago los venenos más peligrosos. Las secuelas de dar una pésima alimentación a lo que nos alimenta sólo son descubiertas de vez en cuando en origen. Ya en su destino, nosotros nos contaminamos sin saberlo, porque se suele tardar demasiado en relacionar un pienso para pollos con un fracaso orgánico en quienes los comieron. Grave, pero no quisieron aprovechar la efeméride para recordar que la ganadería intensiva, estabulada y pésimamente engordada, es prácticamente una norma. Cuando no carecemos, sino todo lo contrario, de medios para aumentar mucho la calidad de los alimentos y, en consecuencia, la de nuestra intimidad física y la del entorno común, donde van a parar todas las dioxinas y sus cercanos parientes. Entre los que figura la contaminación radiactiva, esa que subió sin permiso en la nuclear de Almaraz. Acaso para recordarnos que no merece la pena celebrar el día planetario del ambiente. Acaso para avivar la memoria de los políticos en campaña que siguen fracasando en la búsqueda de la solución para almacenar con seguridad esos residuos radiactivos. Que son, de todo lo manipulado por el ser humano, lo que tiene más potencial riesgo y larga vida. Al tiempo, otros, los más esforzados, convirtieron en una formidable y pacífica demostración de protesta su más que razonable oposición a seguir dilapidando patrimonio en nombre de unas absolutamente injustificadas obras hidráulicas. Que el viernes pasado se aprobara el recrecimiento del pantano de Yesa sería más que suficiente para que la ministra del ramo protestara algo más contra ella misma y menos contra quienes hacemos periodismo ambiental. Sobre todo cuando miles de personas se manifiestan en Aragón contra ese despropósito y casi dos centenares recurren a la huelga de hambre para salvar valles, pueblos habitados, iglesias románicas, tramos del Camino de Santiago y algo de cordura en las políticas ambientales. Pero desde que la gestión del agua está administrativamente unida, como tantos propusimos, a la ambiental, no se ha podido producir una más clara separación entre ambas caras de la moneda. Nunca se agredió tanto al líquido vital como desde que se prometió no hacerlo. Pero tampoco la coincidencia con el 5 de junio de tales atentados y protestas abrió la puerta de las radios y los periódicos. Ya sabemos que era casi fiesta, que estamos de elecciones y que son escasos los votos que se pueden escapar por el lado verde de la realidad. Pero al parecer las águilas imperiales de Doñana se han puesto en huelga de huevos y pollos caídos. De nuevo una protesta silenciosa ante el "todo va bien" en los parques nacionales, precisamente creados para la conservación de animales escasos o en peligro como la mencionada ave de presa. Pero, por primera vez, este año no volará un solo pollo de imperial en la salvada reserva natural más importante de Europa. ¿Quién da menos en el día mundial? Pues el ministerio, que premia con su más alta distinción a un grupo de las empresas más poderosas por su hábil compromiso ambiental. Menos mal que el presente ayudará a seguir no detestando la guerra, tarea aún más urgente que el hacer las paces con nuestro derredor.

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