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Los exiliados

LUIS DANIEL IZPIZUA Yo, que vivo en el exilio en esta ciudad de San Sebastián, tengo, no obstante, derecho a intervenir en sus avatares. Si quieren saber la verdad, les diré que nací a 36 kilómetros de aquí y que tengo sangre berroqueña. ¡Ah!, pero no es lo mismo. Aquí y allí son dos universos dispares, y ya les he prometido alguna otra vez hablarles un día de mi national country. Tiene unos acantilados maravillosos, una iglesia gris rosácea, unos atardeceres como una custodia barroca, agua, mucha agua, y el viento sur sopla hasta introducirse en los genes; además, sus naturales nos hemos alimentado de iridio, que es un elemento ajeno a esta tierra. Pero me fui, pues de pronto se empeñaron en ser como todo el mundo y yo no quise contaminarme. Y como tampoco quiero ser de ningún otro sitio, he optado por el exilio permanente, y así sigo. Es un estado apropiado para quienes nos hemos instalado de por vida en la pérdida insuperable, tipos como yo, melancólicos a los que de vez en cuando nos gusta tocar las castañuelas. Y San Sebastián me parece una ciudad ideal para exiliados. Parece hecha a propósito, con ese bellezón que tiene, tan de ninguna parte y como caído del cielo, como el iridio, tan resistente a toda prosa que quiera diluirla en la historia, o en algo que no sea ella misma. Dicen que vive de espaldas a la provincia, y hay quienes intentan aproximarla a ella, hacerla más guipuzcoana, o de todos los guipuzcoanos, o algún galimatías de esa especie. Vano empeño que sólo acarreará su ruina. De todos modos, sospecho que es refractaria a esa clase de operaciones. Miren, es una ciudad que no se deja ocupar por espíritus tártaros, y que tampoco ocupa el alma de los demás. Acompaña, acoge, deja que se posen en ella nuestras almas perdidas. Es un paisaje con ánimas; ideal, insisto, para ánimas exiliadas. Se dirán que me podía haber buscado el exilio en algún lugar más alejado. Pero yo sí concibo la razón del bolero, ese que dice que la distancia es el olvido. Más lejos, hubiera acabado siendo de más lejos, y me habría olvidado de la iglesia gris rosácea, y de los acantilados maravillosos y del iridio. Y se me hubiera acabado ésta mi condición, a no ser que hubiera caído en alguna de esas otras ciudades para exiliados, como Salzburgo, o Siena, o Venecia, que parece la antesala del exilio definitivo, el antipasto del paraíso. Aunque, en realidad, no es sólo cuestión de distancias. Fíjense, casi tan cerca me quedaba Bilbao, y sin embargo, estoy convencido de que si me hubiera alejado hacia allí hubiera terminado siendo de allí, que es lo que le ocurre a todo el mundo. Esa ciudad devora, y no, ya ven, yo quiero vivir en el exilio. Me gusta. Claro que, los exiliados no somos ajenos a la ciudad en la que vivimos. Constituimos un colectivo disperso, pero más numeroso de lo que parece, y velamos por nuestros intereses. El principal de ellos es conseguir que la ciudad que nos acoge nos garantice nuestra condición de exiliados y nos permita ejercer de tales. Y nosotros le correspondemos con la entrega de nuestra condición, la entrega de nuestro germen, que es como un injerto de otra parte. Conozco a bastantes de mi condición en San Sebastián, porque de una u otra forma acabamos reconociéndonos, y no se sorprendan si les descubro que algunos de ellos son naturales de la ciudad, nacidos en ella. Pero fenómenos sociales como el donostiarrismo me llevan a pensar que nosotros debemos ser en realidad una minoría. Y tampoco está mal. El próximo domingo, también los exiliados vamos a participar en una elección importante para nuestra ciudad, o para nuestro exilio, como prefieran. La mayoría de las opciones que se presentan hacen profesión de donostiarrismo, pero es de justicia reconocer que entre ellas hay matices muy importantes para nosotros. Hay opciones que hacen del donostiarrismo una señal de algo que denominan construcción nacional y que tiene toda la pinta de arrastrar un fardel de imperativos que a los exiliados nos deje sin aire. Hay otras, en cambio, que hablan de desarrollar la ciudad, tarea a la que nosotros nunca hemos sido ajenos. No nos piden que dejemos de ser lo que no somos, pues los exiliados no somos más que una pérdida, de la que extraemos un material incesante. Creo que nuestra opción está clara.

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