Más allá del rigor
Empezar un recital con las Variaciones Diabelli, de Beethoven, es un acto de valentía. Cerrarlo con la Klavierstück X, de Stockhausen, es una declaración de principios. Tan sólo Maurizio Pollini, un pianista seriamente comprometido con su arte y con su tiempo, podría confeccionar un programa así, completado con las Piezas op.11, de Schoenberg. En un mundo dominado por el conservadurismo y por la machaconería de sus propuestas, el italiano ha decidido ocupar un lugar aparte, transgredir los usos y hacer oír una voz diferente. Asume su defensa a ultranza de la música de nuestro siglo con total naturalidad porque afirma que las obras que interpreta son ya "fruta madura" y no hay motivo alguno para renunciar a degustarlas. Instalado desde hace años, más que justificadamente, en lo más alto del piano moderno, Maurizio Pollini tendría asegurado el éxito con sólo bucear mínimamente en el repertorio convencional. El pasado martes, sin embargo, nos presentó una propuesta audaz y eligió tres obras normalmente ausentes de los programas de concierto, quizá porque todas ellas cumplieron en su día un claro papel dinamitador: las Variaciones Diabelli son el epítome de la gloriosa anarquía creativa del último Beethoven; con las Piezas op.11, Schoenberg escribió la partida de defunción de la tonalidad, que había sostenido durante siglos la música occidental; la Klavierstück X, de Stockhausen hizo del piano, ¡por fin!, un instrumento subversivo. En las Variaciones Diabelli, Beethoven convirtió lo banal (el valsecillo que les sirve de arranque) en trascendente, y a partir de la nada construyó un todo que nos abruma con su grandeza. Se trata de una obra llena de paradojas, de guiños, de dobles sentidos. Alfred Brendel o William Kinderman nos han ayudado a desentrañar algunos de ellos, y versiones como la ofrecida por Pollini nos obligan irrenunciablemente a amar una obra compleja y experimental, pero en ningún caso aburrida. Concebida como un edificio en el que se van superponiendo capas aparentemente heterogéneas y sin hilación entre sí, en manos del italiano nos olvidamos de su carácter casi monotonal y nos dejamos arrastrar y sorprender por sus constantes fintas.
Maurizio Pollini
Maurizio Pollini, piano. Obras de Beethoven, Schoenberg y Stockhausen. Auditorio Nacional. Madrid, 8 de junio.
Momentos únicos
Valiéndose de su prodigiosa pulsación, de su dominio del pedal y de una inteligencia fuera de serie, Pollini nos regaló todo un rosario de momentos únicos, entre ellos las distintas apariciones de do menor, los contrastes dinámicos de la Variación 13, la dulzura de la 24, la culminación de la 28, la milagrosa Variación 31 (¿quién dijo que Pollini era frío?) o la transición previa al Minueto final. Tampoco es frecuente oír tocar la música para piano de Schoenberg de memoria. Pollini lo hace porque estas obras habitan en su interior desde hace años: las toca con idéntica fe que cuando interpreta a Mozart o Schumann, y nos llegan como ese trascendental salto hacia delante admitido por el propio Schoenberg al final de su vida. Para tocar Stockhausen, Pollini se quedó en mangas de camisa, se puso sendos mitones de lana en las manos (expuestas si no a una fricción excesiva en glissandi y clusters) y nos obsequió con una de las muestras de genialidad interpretativa más grandes a las que hemos asistido en Madrid en los últimos años. Para tocar esta obra no hace falta sólo ser un gran pianista. Es necesario, claro, entenderla y participar de ese espíritu transgresor que transforma el piano en un ser vivo, que respira casi al margen de su intérprete con esas resonancias interminables y esas superposiciones de armónicos mágicamente controladas por Pollini desde el teclado y los pedales en un auténtico derroche físico y mental. Los primeros y violentos clusters de los antebrazos provocaron entre el público algunas miradas de reojo y leves cuchicheos. Poco después, todo el mundo se entregaba sumiso y en silencio a la revolución tímbrica y formal ideada por Stockhausen en los años dorados de su creatividad: el éxito no fue menor que si Pollini hubiera tocado una sonata de Chopin. En una última muestra de coherencia, Pollini ofreció fuera de programa las Piezas op.19, de Schoenberg, y las Bagatelas op. 126, números 3 y 4, y op.119, número 11, de Beethoven, poniendo así fin a un discurso perfectamente simétrico. Se equivocan, sin embargo, quienes tildan a Pollini simplemente de pianista riguroso. Su recital fue un alarde de lógica y de precisión técnica, sí, pero también de pasión y de generosidad por parte de un artista hoy por hoy absolutamente imprescindible. Se despidió entre los vítores y la emoción profunda de un público que, en un recital histórico, percibió claro y alto su mensaje.
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