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Un museo con bases sólidas

JOSÉ LUIS MERINO Sin grandes aspavientos ni altos gritos amarillos, Vitoria será poseedora de un nuevo museo de arte contemporáneo. A partir de estos días, con la colocación de la primera piedra, y en un plazo de veinte meses, se verá cumplida la aspiración de unas cuantas ilusionantes personas. Ésas que, con un trabajo de años dentro de la Diputación de Álava, a través del Museo de Bellas Artes y de la Sala Amárica, fueron creando una conciencia ciudadana en pro del arte. Tomaron lo que otros habían ido tejiendo en épocas anteriores y lo mejoraron. Cuidaron cada paso dado. En la creación de la Sala Amárica -sala de exposiciones temporales del Museo de Bellas Artes-, y en virtud de la línea de acertada vanguardia llevada a cabo desde su inauguración, ahora hace diez años, se encuentra la fuerza germinativa que da el impulso preciso a la creación de este nuevo museo. Estará ubicado en el centro de Vitoria. Unos 14.000 metros cuadrados son los previstos para construir, en los que se incluye el propio museo, un aparcamiento subterráneo y la mejora urbanística de la zona. Los gasteiztarras conocen muy bien ese lugar, porque en otro tiempo estuvo emplazada la estación de autobuses. El diseño realizado por el arquitecto alavés José Luis Catón es de corte racionalista. En él persigue una intencionalidad fundamental, que las obras de arte se muestren en todo su esplendor, aunque no por ello se descuidan los valores arquitectónicos del edificio. El nuevo museo, que llevará por nombre, siquiera de manera provisional, Centro Museo Vasco de Arte Contemporáneo, procurará moverse en tres planos. Uno: la exposición permanente. Dos: exposiciones semi permanentes, de las que duran seis meses, por ejemplo, y que se formalizan con imaginación sobre temas concretos, en base a los fondos propios del museo. Tres: salas especiales dedicadas a las exposiciones temporales de aquellos artistas de gran talla, sin olvidar de apostar por los jóvenes con proyección. Todo ello apoyado por un centro de documentación y una línea editorial muy avanzada, además de talleres de producción e investigación. Todo proyecto tiene algo de entelequia, y es bueno que así sea. Sin embargo, esa vaporosa entelequia se asienta sobre bases sólidas, que tienen nombres concretos. Hablamos de los fondos que se alojan en el Museo de Bellas Artes de Álava. Obras de artistas de renombre. Mejor todavía: obras potentes que destacan por sí mismas, de las que ocasionalmente citamos los nombres de sus autores. Y así, las llamadas Mosquetaire à la pipe (Picasso), Femme dans la nuit (Miró), Homenaje a Velázquez (Oteiza), Besarkada I (Chillida), Monroy I (Palazuelo), Creu negra i diagonal (Tàpies), Cuadro 67 (Millares), Intermedi (Brossa), Portrait imaginaire de Goya nº 1 (Saura), Móvil (Sempere), Leer a Daumier (Equipo Crónica), Vánitas (Arroyo), y tantas otras, como una de las mejores que hiciera en vida Remigio Mendiburu, titulada Zugar (1969-1970). Sobre esos nombres se adhieren otros que fueron incluidos en las exposiciones de la Sala Amárica. Basta nominar algunos de los nombres que pasaron por allí desde 1989 a nuestros días: Lucio Muñoz, Andrés Nagel, François Morellet, Jean Dubuffet, Fernando Illana, Joan Brossa, Picasso (Suite Vollard), Ortiz de Elgea, Morquillas, Moraza, Juan Mieg, Jasper Johns & Rauschenberg (1995-1996), y muchos más. Para entender la labor de la Sala Amárica, motor esencial de la creación del nuevo museo, sería conveniente contar un leve hecho exposicional comparativo. En este año la Sala Rekalde de Bilbao ha montado una exposición antológica de los hermanos Fernando y Vicente Roscubas. Fue un acontecimiento muy celebrado por los aficionados al arte contemporáneo, y para el público en general todo un descubrimiento. Pues bien, meses antes la Sala Amárica hizo realidad ese lanzamiento-acontecimiento de los hermanos Roscubas. Y lo formuló fiel a su estilo: sin grandes aspavientos y altos gritos amarillos. Se cumple el aserto de que a las mayorías las mueven las minorías con conciencia de mayorías.

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