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Tribuna:EL DARDO EN LA PALABRA
Tribuna
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El rollo

Es muy frágil el suelo de los enamorados, ya sean de larga duración o de usar y tirar. Idiomáticamente quiero decir: en él, nunca habían estado tan inseguros los modos de nombrarlos. Fue firme durante siglos el vocablo amante, tomado al latín en el siglo XV, directamente o mediando el italiano. Era la persona que amaba, normalmente el hombre; la mujer era la amada. El término no enjuiciaba la calidad del amor: iba desde el de baja y sustanciosa estofa hasta el místico. Por eso, los diccionarios antiguos detienen amante sólo como "quien ama".Pero la terca sospecha de que el manto de amante cobijaba algo más que ojeo y terneza, desambiguó el vocablo dejándolo corito. Dos siglos más tarde, con la valiosa ayuda del francés, idioma siempre golfo, se había consolidado en español para designar al hombre o a la mujer (rey y reina incluidos) que, de modo casi institucional, compartían persistente lecho, y techo a veces, fuera del matrimonio. La Academia tuvo que rendirse a la evidencia, y, en 1899, con el aval probable de algunos de sus miembros, reconoció amante como voz sinónima de querido, -a. Pero esta es otra historia y la misma.

Porque ¿no es lógico llamar también querido o querida a quien se quiere? Y así se dijo durante siglos, sin rijo necesario. Un personaje de Torres Naharro llamaba su querida a la virtuosa y alegórica Virginidad, en 1505. Cuando algún pastor de la Diana (1559), se creía en el edén gozando (sic) de su querida no es que anduviera esbozando un gañancillo: estaba cambiando impresiones con la zagala sobre la dulce belleza del valle. El gran Aldana, elogia en 1560 a una monjita "a quien Dios por su querida quiso". En cambio, el deslenguado Cide Hamete narra en 1605 cómo, yaciendo don Quijote en su fementido lecho de la venta con el pensamiento abismado en Dulcinea, le cayó en los brazos Maritornes que, habiéndose concertado con un arriero en aquel camaranchón, iba "buscando a su querido".

Y de ese modo, esta voz y amante se hicieron gemelas en ambas orillas del idioma, con un distingo: las gentes bien comidas, era lo normal, podían tener amante y también querido o querida; los pobres, sólo esto último, aunque a mucha honra. Un peón amante de una planchadora hubiese resultado exótico: eran queridos.

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Ocurre, sin embargo, que las dos palabras viven pero jubiladas desde hace unos treinta años; se pueden decir que poseen amante un magnate o una dama de antigua sangre ambos maduros. Pero el término le está casi vedado, si no se quiere echar énfasis, a quien es joven o, sin serlo mucho, tiene un impuesto sobre la renta negativo o de risa. A veces, el vocablo enfatiza la maña en el amarre, y entonces sí, en un nivel culto se admite calificar a alguien de buen o buena amante, incluso al esposo o a la esposa que aportan al matrimonio tanto mérito.

Pero el trajín que se da ahora en el vaivén amoroso va cambiando deprisa estas y otras antiguallas, y manipulando tantos términos en el viejo arte del ligue, que bien podría darse un doblón por describirlos. Empezando por el rollo. Fue en su origen cualquier cosa cilíndrica o de forma tubular; rollo por excelencia era el tedioso atadijo de autos judiciales y, tal vez, mediando la abogacía, el vocablo se aplicó a lo que se desarrolla prolija y aburridamente: novela, conferencia, película, concierto, sermón, partido, corrida: todo. Por otras inducciones pudo producirse también ese significado de "cosa y hasta persona pelma". Así, daban la lata los soldados viejos que, en el XVII, andaban de despacho en despacho mendigando compensación a sus cicatrices y a las proezas que adveraba aquel rollo de documentos metidos en un tubo de lata. De ahí pudo venir también la equivalencia hoy perfecta de latazo y rollo.

Pero esta palabra significa también una doctrina, una creencia, una conspiración, una afición, cualquier cosa que cuente con adeptos o practicantes que están en ello. Lourdes Ortiz usó solventemente múltiples y vagas acepciones de rollo en su novela Luz de la memoria (1976), cuando aún eran meros vagidos o menores de edad. El vocablo, en esos contextos, carece de valor peyorativo, y, así, una persona puede tener buen o mal rollo según le funcione la química. Pueden tenerlo dos personas o grupos o lo que sea, según sea su entendimiento. El amor en sus variadas degustaciones tanto duraderas como de trámite, es también un rollo, de tal modo que si dos personas, mediando cariño, sexo o ambos imanes, empiezan el trato encamado se enrollan; y están enrolladas si lo continúan. Antes mantenían un lío o se liaban, que era, según el parecer áspero de la Academia, "enredarse con fin deshonesto dos personas; amancebarse". Y es que tener un enredo y enredarse, hoy también en retirada, sinónimos de tener un lío y liarse, están siendo expulsados del uso por el nuevo enrollarse.

Como he dicho, el rollo actual entre sexos es complicadísimo y de imposible descripción aquí. Los novios de antes ya no lo son claramente: esta situación equivale también a la de los queridos. Es anejo al oficio de indecentes famosos y famosas de televisión, archicasados por lo regular, que mantienen, truecan y negocian noviazgos infinitos. Muchos matrimoniados de juzgado o de iglesia, talludos incluso, se refieren uno al otro como mi chico o mi chica, pareciéndoles eso de esposo y esposa, marido y mujer demasiado formal y administrativo. Muy abundantemente, el hombre o mujer de cualquier edad llaman mi pareja a quien está enrollado con ellos, sea homo o sea heterosexual, con lo cual, a falta de datos complementarios, deja dudoso acerca de quién comparte su lecho. Tener una relación remite siempre al jadeo. Y los amadores muy tiernos, de aquellos que Góngora llamaba casquilucios, hablan a lo platense de mi pibito y mi pibita. Por cierto, ya apunta en la parla jovencísima que, para confesar la atracción irresistible que alguien ejerce, se dirá sin más aclaraciones que pone: ese tronco o esa jay me pone. Y basta. Casos todos ellos de reducción del lenguaje y, por tanto, de la mente. El ápice de tal merma era tema; se le suma rollo. Son voces que ahorran el esfuerzo de diferenciar; en rollo, con clara deliberación, sustituyendo una vieja hipocresía por otra. Gran signo de un tiempo en que tales suplantaciones son normales; quizá la menos dañina, sin dejar de ser hipócrita, es esta que acontece en el ámbito embrollado y placentero del amor.

Fernando Lázaro Carreter es miembro de la Real AcademiaEspañola.

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