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El turista

Sube y baja de los aviones provisto de una cartulina con los emblemas de la agencia, lleva pendiendo del hombro una bolsa o una cámara, y se ha provisto de un cinturón con cremallera donde guarda el cambio de la moneda del próximo país. Contempla las pirámides de Egipto y le decepciona su altura evocada en los libros de texto; le deslumbra, no obstante, el azul del mar de Grecia y el templo horadado en las rojas rocas de Petra. Sube inexorablemente hasta el último escalon de Chichen Itza y come sin cesar tacos de los chiringuitos, aunque siempre una comida le parece tanto más apetitosa cuanto más se acerca al auténtico sabor de su patria. Reside en Holiday´ s Inn iguales en cualquier parte del globo, y presta una atención escolar a las retóricas palabras del guía. Se afana por recordar el nombre de los museos, la designación del río más caudaloso, los pormenores de una fabulación; prepara las fotos con la misma perspectiva de las postales, en aquellos famosos lugares que visita en la excursión. Este personaje se llama turista, y hoy casi cualquier ser con estudios trata de no parecerse a él.Frente a la configuración del ciudadano turista ha crecido el viajero, orgulloso de sí. El viajero se siente un degustador de lo autóctono, un exquisito de lo natural, un devoto de la diferencia. Mientras el turista acude a constatar que el mundo es tal y como lo ha visto en la televisión, el viajero corre en busca de obtener extractos de materia desconocida. Para el turista, el mundo real tiene lugar cuando consigue acoplarse al mundo virtual representado en el cine, en las fotos, en los reportajes, y esto le sosiega en grado máximo. Antes de hacer el viaje existía el escenario representado; ahora, con su viaje, él se encontrará allí, dentro de la misma escena mítica, dispuesto para verse incorporado a la eternidad del monumento, la calle famosa, el paisaje proverbial.

Frente al turista que discurre por caminos trillados, el viajero se empeña en inaugurar senderos, sumergirse en la vida de los nativos como un nativo más y traspasar así la actitud del espectador que contempla espacios y habitantes como un entretenimiento en vacaciones. El turista se deja conducir, mientras el viajero induce, se inmiscuye, obra activamente. Es el primero, ante el segundo, un ser detestable, porque el segundo cree recuperar por su conducta el genuino sentido del desplazamiento.

No es, sin embargo, tan seguro. Frente al inmediato menosprecio del turista, cabe una segunda estimación de su valor. Si el viaje es, en su metáfora superior, una tentativa para ser de otro modo, ser otro en otro mundo, el turista la realiza en su grado más alto. No ensaya ser un mexicano en Puebla, ni un dogón en Mali. Se conforma con tender a no ser nada. Es decir: a producir, con su traslado, el grado absoluto de la metamorfosis: la desaparición.

El turista no piensa que va de aquí a otro allá, que pisa tierra diferente; simplemente se desliza por una cinta con paradas hoteleras homogéneas y bajo el dictado reglamentario. Más que una voluntad de experimentar algo distinto, la apelación que el turista se hace es, nada menos, que la experiencia de no existir. Antes de su partida todo estaba calculado y anotado por la agencia, y en el momento de su llegada todo se encuentra de acuerdo a la anotación. El mundo entero parece ordenado, regulado, referido en las guías turísticas, de modo que no queda nada sin censar ni tarifar. Concluido, extenuado el mapa, el habitante forma parte de la misma conclusión; se desplaza, pero siempre entre un recinto sin sorpresas. No hay frontera que franquear ni horizonte que romper. El único proyecto del viaje es el de ratificar que el mundo y su ajuar está en su sitio, sin novedades. El trofeo de la foto del turista junto a los emblemas de piedra, junto a las cataratas del Niágara o el Partenón, cierra la paradoja de una movilidad inmóvil, tautológica o mortal, donde se trasforma hasta su intensidad más alta la trascendencia del viaje.

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