Las vueltas que da el vals
La vida gira a ritmo de vals. No hay baile o música más universal. Su origen se sitúa en las danzas campesinas del sur de Alemania y Austria. En la apoteosis del XIX, el vals vienés llegó a ser un símbolo de distinción entre las clases más poderosas y sofisticadas. Para millones de personas de todas las condiciones sociales, el único contacto con la música es a través de los valses o polcas que emite hasta el último rincón del planeta la televisión austriaca en el Concierto de Año Nuevo de la Filarmónica de Viena. El vals es la imagen de la felicidad posible, el reflejo de las apariencias, la constatación de que el mundo da vueltas (vals, walzer en alemán, viene de wanzen, dar vueltas) con una sonrisa incorporada.Con un vals se siguió en El Gatopardo, de Luchino Visconti, la convivencia (y el relevo) entre la aristocracia y la burguesía. Un vals servía de acompañamiento musical al viaje de la nave espacial en la película 2001. Una odisea del espacio, de Stanley Kubrick.
El espíritu del vals (y de Viena) está latente, con música o sin ella, en la mayoría de las películas de Max Ophüls, aderezado con una componente nostálgica y hasta inevitable del paso del tiempo. Y quién sabe si el conflicto entre madre e hija que late en la novela El baile,,de Irene Némirovsky, se debe a que en ningún momento se cita la posibilidad del vals como signo de reconciliación. El vals es un lugar de encuentro obligado, a veces hasta hiperrealista en bodas y celebraciones. Es popular y culto, ligero y mundano, elegante y sutil.
Tal día como hoy hace 100 años falleció Johann Strauss, el autor del más popular de todos los valses: El Danubio Azul, de la más genial de todas las operetas: El murciélago. Murió rico y famoso, sin las penalidades a que se vieron sometidos en sus horas finales compositores como Mozart y Schubert. El historiador Roland de Candé ha señalado que la música ligera escrita de calidad surgió como una reacción contra el idealismo romántico y contra el mito de la gran música. "A partir de 1830, más o menos" -ha escrito Candé- "puede hacerse una distinción cada vez más clara entre, por una parte, una música fundada sobre la tradición, que adopta formas nobles y una escritura experta, y que no tiene otro fin que su propio cumplimiento y su perennidad; y, por otra parte, una música objeto, sencilla y alegre, con muy marcada función de diversión, y que busca la eficacia inmediata, porque no está llamada a perdurar".
La dinastía Strauss impulsó hasta límites increíbles ese tipo de música sencilla y alegre, sin preocupaciones, que en su girar incesante a compás de tres por cuatro constituye una metáfora del mundo, no en un sentido de fusión con el cosmos, como hacen los derviches de Capadocia o Estambul, sino a través de un contacto y entrelazamiento hombre-mujer que encontró en algún momento objeciones morales por los de siempre.
Viena, claro, echa durante estos meses la casa por la ventana, y así ha organizado dos exposiciones en el Museo Histórico y en el Museo del Teatro alrededor de Johann Strauss. El sábado pasado fue el primero de los grandes conciertos masivos al aire libre de la Filarmónica de Viena en la Heldenplatz de Viena, con Mehta y Carreras, conciertos que se van a extender en las próximas semanas a Berlín, París, Londres o San Petersburgo, con directores que van de Harnoncourt a Gergiev. A nivel mucho más modesto, incluso Ibermúsica ha preparado en Madrid un concierto dedicado a los Strauss para el día 23 de junio, con la Sinfónica de Viena y Georges Prêtre, y el teatro Monumental ha ofrecido hace unos días en versión de concierto una opereta de Johann Strauss. La Humanidad se reconoce a sí misma musicalmente en el vals. Las vueltas que da la vida, las vueltas que da el vals. A algunos les parecerá todo esto frívolo y abominable. Pero como diría Carlos Castilla del Pino (mañana es investido doctor honoris causa por la Universidad Autónoma de Madrid, qué bien), "las cosas son como son".
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