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Efectos colaterales

IMANOL ZUBERO Hay gente que tiene miedo a volar, a los perros o a la oscuridad. Los hay que temen a los nublados, como el jefe de Asterix teme que el cielo se desplome sobre su cabeza. Yo tengo un amigo que lo que más teme es a los tontos con iniciativa. "Dios nos libre de un tonto con iniciativa", suele decir a menudo. Aunque nos sonreímos cada vez que escuchamos su sonsonete, él lo dice muy en serio. Las iniciativas de un tonto pueden tener las consecuencias más insospechadas. Es cierto que a menudo suena la flauta por casualidad, de manera que esas consecuencias pueden ser positivas, pero mi amigo prefiere no abandonar su suerte a la suerte. Es por eso que, enarbolando alguna versión de las leyes de Murphy -si algo puede salir mal, acabará saliendo mal-, cuando cree identificar a algún tonto con iniciativa procura tomar distancias. Y es que un tonto con iniciativa es imprevisible y, por lo mismo, incontrolable. Su visión de la jugada se reduce al corto plazo más rácano, es incapaz de relacionar con coherencia medios y fines, no es consciente de los límites. Por si todo esto fuera poco, el tonto con iniciativa cuenta siempre con un seguro refugio: si algo sale mal no es lo que él pretendía; ¡por Dios, él no es ningún malvado! En efecto, como nos han enseñado las novelas y las películas, hasta el más enloquecido serial killer tiene un método, actúa según determinadas pautas; no así el tonto con iniciativa, que se desplaza impetuoso e inopinado como un tornado. Carlo M. Cipolla escribió hace una decena de años un ilustrativo ensayo sobre esos particulares sujetos que tanto atemorizan a mi amigo, si bien el autor italiano, menos condescendiente que el bueno de mi amigo, les califica directamente de estúpidos. Es estúpido todo aquel comportamiento como resultado del cual nadie sale beneficiado. En concreto, la Tercera Ley Fundamental de la estupidez humana dice así: una persona estúpida es aquella que causa un daño a otra persona o grupo de personas sin obtener con ello un beneficio para sí, o incluso obteniendo un perjuicio. Es por eso que resultan tan peligrosos, más incluso que los malvados: frente a una persona estúpida uno está completamente inerme. "El estúpido no sabe que es estúpido", concluye Cipolla. "Esto contribuye poderosamente a dar mayor fuerza, incidencia y eficacia a su acción devastadora. El estúpido no está inhibido por aquel sentimiento que los anglosajones llaman self-consciousness. Con la sonrisa en los labios, como si hiciese la cosa más natural del mundo, el estúpido aparecerá de improviso para echar a perder tus planes, destruir tu paz, complicarte la vida y el trabajo, hacerte perder dinero, tiempo, buen humor, apetito, productividad, y todo esto sin malicia, sin remordimientos y sin razón. Estúpidamente". ¿No es como para tenerles miedo? Lo dice la sabiduría popular: "el camino al infierno está empedrado de buenas intenciones". También la sociología ha reflexionado sobre este tipo de comportamientos y sus efectos, a los que ha denominado de diversas maneras: consecuencias no intencionales, efectos perversos, consecuencias no previstas, contrafinalidades. Los tecnócratas de la nueva guerra los llaman "efectos colaterales". Peligrosísimos, ya que no hay forma de prever si, sin quererlo, las próximas bombas caerán sobre un hospital, un puente transitado, una iglesia o un mercado. Uno ya sabe que una campaña electoral delimita una especie de territorio sin ley muy parecido a la frontera del salvaje Oeste en la que la contención es más un defecto que una virtud. Pero sería estúpido que, al final, todos salgamos perdiendo por no ser capaces de meditar, aunque sólo sea un poco, sobre las consecuencias en el medio plazo de nuestros actos y nuestras declaraciones. (Post scriptum: había pensado titular esta columna "tontos con iniciativa", pero no se trata de ofender innecesariamente a nadie).

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