Fama
J. M. CABALLERO BONALD Decía Ramón y Cajal, uno de los españoles de más eminente lucidez intelectual surgidos en el último milenio, que la fama viene a ser como un olvido aplazado. Siempre me gustó esa máxima, no ya por lo ingeniosa sino por lo que tiene de penetrante refutación de la vanidad. Sin duda que puede aplicarse a todos los famosos que en el mundo han sido, excepto -como es obvio- a aquellos cuyas obras y hazañas los sobrevivieron por alguna razón indisputable. Porque si esa fama es simplemente una fruslería, un artificio pueril, ni siquiera hace falta reiterar que el olvido actúa siempre como la más justiciera de las cribas. A su debido tiempo, cuando más desprevenido está el personaje en cuestión, le llega la hora de la verdad: es devuelto de manera inflexible al anonimato del común de los mortales. El otro día, en un restaurante de carretera por las cercanías de Andújar, se me quedó mirando un camarero con desmedida atención y me hizo una pregunta insospechada: "Usted es un famoso, ¿no?". Podía haberle respondido que, efectivamente, el padre Coloma y yo éramos los escritores más famosos de Jerez, pero sólo le dije, con palmaria torpeza, que debía de haberme confundido con otro, a lo que el camarero contestó reiterando sin ningún titubeo sus deducciones. Al final todo se aclaró. Yo había aparecido dos o tres veces seguidas -cosa más bien anómala- en no sé qué programas televisivos, y eso bastó para que a partir de mi imagen fuese automáticamente ascendido al rango de los inquilinos de la popularidad. Qué cosas. En realidad, el camarero estaba procediendo a ratificar una definición específica de la fama, sobre todo porque transfería el disfrute de esa fama a una simple fijación visual de mi persona. Por supuesto que eso es lo que ocurre en la inmensa mayoría de los casos. Ya se sabe que los famosos lo son por muy distinta graduación de motivaciones. Los hay para todos los gustos: a título dinástico, en razón de su pinta, por prioridad social, a cuenta de su exhibición en los escaparates de las vanidades, y así. Son famosos a tiempo completo o a ratos perdidos, según. Aparte, claro, de aquellos cuya celebridad depende en sentido estricto de sus propios méritos, que ese es otro asunto. Como suele decirse, existen personas notorias que lo son a su pesar y otras que han lidiado lo suyo para llegar a serlo. O sea, que hay quien hace de la fama un estúpido medio de vida y quien la acepta como una recompensa adicional de la vida. Juan Cruz acaba de publicar precisamente un libro de entrevistas, El peso de la fama, donde sondea con manifiesta sagacidad en la vida de veinte personajes de muy diversa vinculación con la popularidad o sus aledaños. ¿Cómo equiparar en este sentido a Alfonso Guerra y Pedro Almodóvar, pongo por caso, o a Isabel Preysler y José Luis Sampedro? Imposible tratar del mismo modo a tan disímiles "personas públicas". Pero Juan Cruz es un escritor muy bien dotado para las estrategias imaginativas y se ha valido de un asedio diferente para rendir a cada uno de sus entrevistados. El resultado es ejemplar. La próxima vez que recale en el restaurante de Andújar, le llevaré al camarero este libro. Seguro que ya luego no me confunde.
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