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Tribuna:LA CRÓNICA
Tribuna
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Para aprender a mirar PONÇ PUIGDEVALL

Existe una ciudad llamada Tachitawa, a una media hora de distancia de Tokio, que más de uno debe considerar como el paraíso de los escultores. Todos los años se concede un premio de escultura, y todos los años sus calles y sus plazas y su mobiliario urbano se enriquecen con la instalación de una obra de un artista internacional, llegando al extremo de que hasta los semáforos y el diseño de las señales en las aceras llevan la firma de un autor de prestigio. Nunca se llegará a la radicalidad de Tachitawa, pero no es difícil constatar que una de las diferencias esenciales entre las ciudades grises y tristes del franquismo y el color civilizado del hoy democrático se halla tanto en la aplicación del sentido común a la hora de trazar los planes de urbanismo como, en gran medida, en la sustitución de las estatuas dedicadas a las heroicidades de los guerreros y los milagros de los santos por las esculturas con una decidida vocación artística. Es difícil que algún ayuntamiento se arriesgue a convertir sus calles y sus plazas y su mobiliario urbano en un museo total al aire libre -estos excesos sólo son posibles en idiosincrasias tan serias y sistemáticas, tan obsesionadas por el imperio de los signos y el sentimiento de las cosas como la japonesa-, pero hay ciudades que, de manera más modesta, apuestan desde los años de la transición por enriquecer sus rutas y travesías culturales: al lado de las visitas de rigor a los centros históricos, a las catedrales y palacios, a los rincones con pedigrí literario o cinematográfico, a los restaurantes y bares donde reponerse del esfuerzo realizado al subir y bajar calles empinadas con un adoquinado infernal, se ofrece también al viajero curioso la oportunidad de conocer en un marco cotidiano la obra de artistas plásticos contemporáneos, de factura y valor diverso, más o menos honesta, más o menos sugestiva, más o menos inteligente. No todas las ciudades han asumido esta tradición de raíz europea, con el modelo de Holanda en primera fila, no siempre se consigue el equilibrio deseable entre las necesidades del espacio y el carácter de la escultura instalada: la ciudadanía no suele admitir sin reticencias la modificación del rostro de su barrio y, con frecuencia, las esculturas pagan el peaje de su exposición al aire libre, al margen de los museos, con los trazos nocturnos y anónimos del nebulizador de los grafitistas más bárbaros. De todas estas cuestiones estuvo hablando Sergi Aguilar el día que se instaló una de sus esculturas en Salt, en el patio del Museo del Aigua: de Tachitawa y el lugar del arte en las ciudades y el impacto artístico que esto comporta, de la necesaria unidad gremial de todos los artistas plásticos y del uso partidista que se hace de la estética noucentista para desprestigiar los caminos más arriesgados del arte en este final de milenio, de la tradición de las vanguardias y, evidentemente, del arte abstracto. Porque Sergi Aguilar, además de presidir la Asociación de Artistas Plásticos de Cataluña, es, en primer término, uno de los máximos representantes de la escultura abstracta del país y, junto a Susana Solano, uno de los nombres más apreciados y requeridos en las bienales celebradas más allá de la frontera. El compromiso de la obra de Aguilar con lo invisible y con lo opaco encuentra su justo cauce natural en aquello que Gombrich denominaba la voluntad de la forma: en sus manos, el trabajo formal evita la confusión y opta valientemente por lo insólito y lo complejo, con un tenso y elegante equilibrio geométrico que puede recordar aquella sencillez armónica con que Julio González conseguía que pareciera que las formas empezaban a andar. Y mientras Sergi Aguilar hablaba con una de las arquitectas del Ayuntamiento de la ciudad y con Josep Paulí, concejal de finanzas y artífice de su llegada a Salt, yo iba contemplando el juego de la luz del sol sobre la fuerza de las líneas, el brillo sucesivo de la superficie de bronce como heridas que se alternaran, la sugerencia de temblores sobre el poder de la forma. Y, sin saber cómo, me encontré aprendiendo a mirar con otros ojos los detalles infinitos de las cosas cotidianas que estaban a mi alrededor, como si la escultura de Sergi Aguilar fuera el estímulo necesario para alterar la perspectiva y recobrar la frescura de una mirada primigenia, como si fuera el instrumento preciso para mirar no hacia el exterior, sino hacia dentro de uno mismo, y los dibujos de los hierros de las verjas del patio y de los cables eléctricos atravesando el cielo de la calle, las líneas de los edificios, las señales de tráfico y los coches y el paso de los transeúntes, los semáforos y las aceras y los rótulos de las tiendas, todo fuera una invasión calculada de signos autónomos y cosas llenas de vida que me transportaban al diario pasmo estético que deben experimentar los habitantes de Tachitawa mientras se dirigen hacia sus casas.

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