La panacea frutal
Para disfrutar de las fresas en todo su esplendor, no hay duda de que éste es el momento idóneo. Las fresas son la fruta primaveral por excelencia y ello se sabe desde la antigüedad donde se consumían con profusión. Los refinados romanos hacían con ellas un postre refrescante y delicioso, aunque sólo las conocían en estado salvaje. Hasta el siglo XVI no se cultivaron fresas de jardín, pero a través de los tiempos la fresa no sólo se ha considerado sabrosa, sino de gran fuerza medicinal. En el pasado, la ingestión de grandes cantidades de esta fruta era uno de los remedios que se utilizaban para salvarse del mal de gota. Es más, los alquimistas del medievo vieron en ellas una panacea capaz de curarlo todo. Raimundo Llull, alquimista catalán del siglo XIV, estaba convencido de que la mezcla de fresas y un extracto de perlas era capaz de curar la lepra. Quizá no la curaba, pero al menos se gastaban una fortuna en el brebaje. Giambattista della Porta, en su conocido libro Magia Naturalis, daba una receta a base de fresas para curar la disentería. El médico holandés Van Swieten consideraba que las fresas curaban la tuberculosis. Hoy en día se dice que bajan la fiebre, limpian las membranas mucosas y que son muy buenas para combatir el reúma o la artritis. Para quienes se preocupan por la belleza es bueno que sepan que, al parecer, la máscara de fresas es ideal cuando se tiene la piel grasa. Ya hace tiempo, la bella Teresa Cabarrús, más conocida como Madame Tallien, a la postre princesa de Caraman-Chaimay, perfumaba sus baños con agua de fresas. A su vez, el famoso escritor francés Fontenelle, famoso comilón del siglo XVIII que llegó a los cien años, atribuía su longevidad a la costumbre de hacer cada año una buena cura de fresas. En la lista de enamorados de esta fruta no podemos dejar de nombrar a Francisco I, rey de Francia al que se debe el impulso que tomó la fresa para la posteridad. En sus jardines se cosechaba en grandes cantidades la variedad llamada por los franceses de "cuatro estaciones" y en España "la generosa". Hubo un hecho histórico relevante para el desarrollo de esta fruta en España. Cuando Francisco I fue derrotado en Pavía, en 1525, le llevaron prisionero a Madrid. Un día tuvo antojo de comer fresas. Como eran totalmente desconocidas en Madrid, hubo que pedirlas urgentemente a Francia para satisfacer a tan caprichoso prisionero. Nada más llegar los primeros envíos, los cortesanos enloquecieron ante la novedad y robaron cuantas fresas pudieron. No sólo para comerlas, sino también para recoger la semilla y sembrarla en sus jardines. Pero con el tiempo se dieron cuenta de que aquellas semillas no germinaban y creyeron que era un castigo divino por meter la mano donde no debían, ignorando que la fresa no se reproduce por simiente, sino por acodos (estolones). Cuando se marchó Francisco I, no hubo más fresas en Madrid hasta que otro rey de origen francés, Felipe V, nieto de Luis XIV, volvió a añorar la fragante fruta. Un día que paseaba por los jardines y huertos que Felipe II había creado junto al Jarama, decidió engrandecerlos y pensó que éste era el lugar adecuado para plantar fresas, y pidió que le enviasen de Versalles a fin de aclimatarlas en España. Desde entonces Aranjuez posee una fantástica producción, que luego se extendió por casi todas las regiones españolas. Luis XIV de Francia también tenía una debilidad extrema por las fresas, hasta tal punto que en 1712 envió a América del Sur al naturalista Fraisier a fin de que estudiara las riquezas naturales de su suelo para transplantar a Francia las que merecieran la pena. Este sabio dio con el fresón, desconocido hasta entonces en Europa, ya que aquí sólo crecía la fresa pequeña, estilo Aranjuez. Fraisier trajo plantas de esta variedad que entregó al jardinero jefe del rey y las aclimató a los jardines reales. Se llamó desde entonces fresa por el nombre del naturalista. Una pasión nada chauvinista lleva a elegir las fresas de los caseríos vascos. Inolvidables las fresitas de Ulia en San Sebastián, si bien su producción es inapreciable, ya que apenas llega a los mercados. Pero es un capricho que los restaurantes de más alto nivel reclaman a los pequeños productores. Es una fresa de un gusto y aroma inigualable. Para degustarlas lo mejor es comerlas solas con un poco de azúcar. Todo un lujo, pero cuando se prueban las fresas del país no se suele querer otra cosa. En cuanto a sus preparaciones, las fresas quedan fantásticas símplemente con un poco de nata montada y aromatizadas a la vainilla, o rociadas con zumo de naranja o con unas gotas de vino dulce y maceradas durante un par de horas con unas puntas de menta fresca troceada. En Turquía tienen costumbre de añadirles pimienta verde, resultando un plato muy refrescante, ya que la combinación del zumo de cítricos con la pimienta lejos de matar el sabor de la fresa lo realza muchísimo. También es muy curioso lo que hacen en Italia: en vez de prepararlas con vino tinto, como es muy típico en España, se aliñan las fresas con azúcar y unas cucharaditas de vinagre de Módena. En esta línea es inolvidable la creación de uno de los grandes chefs italianos, Igles Corelli, una bavarois de fresas con una gelatina de aceto balsámico de Módena y un sabayón de pistachos, así como la de Michel Trama, que en su restaurante L"Aubergade de Puymirol elaboraba una gelée de miel al vinagre balsámico que acompañaba con salvajes fresas del bosque.
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