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La edad de los escribas

PEDRO UGARTE Los libros de historia del colegio (¿seguirán los libros de historia del colegio explicando estas cosas?) hablaban de los escribas del antiguo Egipto como unos profesionales altamente especializados, una especie de vanguardia tecnológica, cuyo poder se sustentaba en el dominio de una técnica concreta (la escritura) a la que muy pocos accedían en aquella sociedad. No fue muy distinto el papel de los monjes en la Alta Edad Media, depositarios y custodios de ese objeto mágico (y por entonces tan escaso) que era el libro. Siempre el conocimiento ha sido una forma de poder. La continuación de la metáfora, en nuestro tiempo, exigiría aludir a la informática. Quizás hoy día, en que la sociedad es tan compleja, la tecnología sea la verdadera clave del dominio social, político o empresarial. Y, sin embargo, la paradoja surge ante la evidencia de que el avance tecnológico, al contrario de otras épocas, está al alcance de todo el mundo. No hay niño de doce años que encuentre dificultades para sumergirse en el universo informático, con esa naturalidad con que los miembros de otras generaciones conjugábamos los verbos subjuntivos. La informática es popular, fácil y accesible. Por cierto, los verbos subjuntivos han dejado ya de serlo. Si el reducido universo de periodistas, escritores y otros fontaneros del lenguaje fuera verdaderamente consciente de las especialidades de su oficio, todos ellos valorarían mucho más las insospechadas posibilidades laborales que abre esta general carencia. El dominio del lenguaje, y sobre todo del lenguaje escrito, es hoy atributo de una escueta minoría de individuos. Si en otro tiempo a cualquier licenciado superior, incluso a cualquier bachiller mínimamente atento, se le presumía una razonable aptitud para ordenar ideas y exponerlas sobre un papel, la realidad de hoy señala que el lenguaje (y no la programación de ordenadores) es exclusivo patrimonio de auténticos escogidos. La escasa familiaridad con el lenguaje escrito se ha convertido en una característica de los seres humanos de las sociedades modernas. Y para ello no es preciso dirigirse ni a estratos sociales de bajo nivel cultural ni a las profesiones ajenas al lenguaje como herramienta de trabajo. Sobrecogen las faltas de ortografía que cometen los abogados, los médicos, los políticos, y sobrecoge todavía más su más irremediable consecuencia: la incapacidad para armar un discurso reflexivo. Engels dijo que lo que no se sabe expresar es que no se sabe. Pocas frases habrá más elocuentes. Por otra parte, parece que incidir en estos temas, obstinarse en valorar la palabra como ejercicio del intelecto (y, al final, como el modo más fidedigno de comunicarnos) supone la casposa defensa de valores de otro siglo, una posición anacrónica, conservadora, cuando no, según se dice a veces, rigurosamente reaccionaria. Y sin embargo los jóvenes estudiantes de Periodismo, los filólogos, los diplomados en Magisterio, con afán emprendedor y una buena gramática en las manos, tienen ahora a su alcance un espléndido (en terminología de la UE) "yacimiento de empleo". Deberían conocer de cerca las apreturas de las entidades financieras cuando tienen que redactar memorias de gestión, el desasosiego de las pequeñas y medianas empresas cada vez que se animan a editar un folleto y necesitan diez o doce líneas de texto bien trabado, la apremiante inseguridad que padecen algunos doctorandos en ingeniería o farmacia, cuyos volúmenes precisan urgentemente una revisión de sintaxis y ortografía. Está surgiendo una mina de oro entre tantos privilegiados que, necesitados de poner su firma a algún papel, requieren los servicios de alguien que coordine bien las frases. El mundo pide ingenieros aeronáuticos, analistas financieros y programadores informáticos, pero el mundo aún sigue necesitando unos cuantos tipos que sean capaces de adecentar un texto escrito y concertar con cierta seguridad los sujetos, los verbos y los predicados. La mies es mucha, y los operarios pocos. Una profesión con futuro.

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