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Tribuna
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Monocromía JOSEP RAMONEDA

Josep Ramoneda

El arquitecto Bogdan Bogdanovich fue alcalde de Belgrado entre 1982 y 1986. Después Milosevic le elevó a la categoría de "enemigo de la nación" por haberse manifestado contra la guerra con Croacia y con Bosnia. Bogdanovich había dicho en cierta ocasión: "Quizá un día feliz tendremos una nueva Constitución yugoslava, una verdadera, que empezará con estas palabras: "En este país, todas las memorias son iguales en derecho". Nadie escuchó a Bogdanovich. Y los pueblos de la ex Yugoslavia se lanzaron a una demencial y cruel guerra por la supremacía de los recuerdos. En un texto escrito en 1993, Bogdanovich señalaba algunos aspectos notables de esta furia étnica que desprecia tanto los recuerdos como la experiencia de la diversidad y que sigue asolando los Balcanes. La destrucción de las ciudades: la forma encarnizada en que unos tratan de destruir las ciudades de los otros creyendo que así las podrán reconstruir conforme a sus propias leyendas y sin capacidad para darse cuenta de que "destruyendo los recuerdos de los otros se está destruyendo una parte de la propia memoria antropológica del que destruye". En todas partes, pero especialmente en los Balcanes, la riqueza de cada cual "está constituida por interacciones milenarias". La metamorfosis del comunismo en fanatismo de la memoria: los cantores de la gran promesa de futuro descubren, en su decadencia, la sabiduría del pasado, y lo hacen de un modo "violento, exclusivo y fanático". "Ni siquiera poseen la decencia habitual del nacionalismo burgués", insiste Bogdanovich, estupefacto ante la conversión de lo rojo en pardo. Los ingenieros del alma, los creadores del hombre nuevo de vocación universal, se transforman después de su fracaso, después de haber criticado duramente las veleidades nacionalistas, en sacerdotes y exégetas de la memoria nacional restituida. La literatura en la reconstrucción de la memoria nacional. Bogdanovich constata un hecho: "Nuestra literatura nacional y patriótica se ha mantenido siempre fuera del marco urbano". ¿Un enigma? Más bien una confirmación de que la unidad orgánica de lo étnico y de lo tribal es incompatible con la pluralidad de lo urbano, porque ya decía el viejo Aristóteles que la ciudad no es unidad sino pluralismo. Como si el secuestro y la manipulación de la memoria nos retrotrajeran al estadio anterior a la aparición de las leyes disociativas del logos. Por eso Belgrado era la esperanza de otro demócrata serbio, el historiador Ivan Djuric, que murió en París hace un par de años. Djuric desafió a Milosevic en las elecciones de diciembre de 1990 y tuvo que exiliarse un año más tarde. "La ciudad", decía Djuric, "rompe dulce pero obstinadamente toda solidaridad tribal". Demasiado lentamente, pensaría hoy Djuric si viera que Belgrado no pudo con las fantasías gran serbias del usurpador de la tribu. La ciudad también acumula sedimentos del pasado y de las falsas historias sobre él construidas. Estaba atrapado entre estas lecturas cuando oí decir a Oriol Bohigas que una de las cualidades de la ciudad, de aquello que legítimamente se puede llamar urbano en cuanto plenitud del espacio público, era el factor casualidad. El habitante de la ciudad puede obtener información por casualidad, cosa que difícilmente le ocurre al que vive en el ambiente impasible de lo rural (donde todo tiene su lugar y su tiempo) o en el frenesí de lo virtual (donde se requiere un propósito previo a cualquier acción). La casualidad como factor que multiplica las expectativas, la casualidad como una opción inesperada en el juego de la libertad. De ahí la incomodidad de lo urbano para todo poder que quiere imponer el control y la memoria. De la destrucción de la memoria practicada por las patrullas de limpieza étnica a las tentativas de disolución suburbial de lo urbano que practica el poder más sofisticado, la voluntad de orden siempre choca con la ciudad. Decía Ivan Djuric: "La ciudad no se acomoda a la monocromía de una religión cualquiera". La nacionalista, por ejemplo. La ciudad no es un montón de casas.

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