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El factor Yeltsin

El líder del Kremlin vuelve a tomar las riendas, se deshace de Primakov y humilla a la Duma

Hace apenas dos meses, nadie apostaba un rublo por Borís Yeltsin. El presidente ruso, de 68 años, pasaba más tiempo en el hospital que en Kremlin, se tambaleaba o balbuceaba en sus escasas apariciones públicas, dejaba que gobernase un primer ministro mucho más popular que él, asistía impotente a la lucha por la sucesión, daba palos de ciego relevando a cargos clave de su corte y veía acercarse el juicio en la Duma que pretendía destituirle por genocida, asesino, golpista y traidor a la patria.De manera casi mágica, y en tan sólo ocho vertiginosos días de mayo, la situación ha dado un vuelco. Se ha deshecho de su jefe de Gobierno, Yevgueni Primakov; ha salido con bien del tribunal parlamentario, aunque la mayoría de los diputados votasen contra él; y ha logrado imponer a uno de los suyos, el general y ex ministro del Interior, Serguéi Stepashin, como nuevo primer ministro. Lo que es más: ha humillado a la Duma y al partido mayoritario, el comunista, que ha preferido comulgar con ruedas de molino para evitar que se materializasen ectoplasmas como la disolución de la Cámara, la declaración del estado de emergencia e incluso el golpe de Estado.

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El espectáculo del miércoles en la Duma resultó deprimente. Uno tras otro, los portavoces parlamentarios, con la única excepción del ultranacionalista Vladímir Zhirinovski criticaron con dureza a Yeltsin; encontraron injustificado que se hubiera deshecho del primer ministro más popular de los últimos años (Primakov); mostraron su duda o su certeza de que Stepashin pudiese actuar de forma independiente; olvidaron el hecho de que éste jugase un papel clave en la desastrosa guerra de Chechenia y, finalmente, se resignaron a la confirmación del candidato.

Un motivo clave, a veces expreso, fue el temor a que, de no lograr su propósito, Yeltsin retirase a Stepashin y presentase a una de esas "figuras odiosas", como Anatoli Chubáis, que la Duma no habría podido aceptar sin quedar en ridículo. Otro fue evitar que Yeltsin disolviese la Duma y cambiase las reglas del juego, incluso saltándose la Constitución.

El líder del Kremlin dejó que, durante semanas, circulase la idea de que, llegado el caso, si no sometía a los diputados, estaba dispuesto incluso a dar un golpe. Ya no necesita ir tan lejos. Tiene la sartén por el mango. El sucesor de Primakov, cuarto primer ministro en un año, pese a negar todo intento de adoptar medidas de fuerza ("no soy Pinochet", mi nombre es Stepashin), dejo claró que jamás traicionará al presidente.

Todo este panorama puede cambiar si Yeltsin sufre otra de sus frecuentes crisis de salud, si le falla su corazón, su estómago, sus pulmones o su cerebro, que son algunos de los órganos que, de vez en cuando, le mandan al hospital.

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Hace un mes, Borís Berezovski, el magnate que, con sus inmejorables contactos con el zar Borís y su familia, cercenaba cabezas y nombraba ministros, parecía haber perdido su guerra contra Primakov, que le convirtió en prófugo de la justicia y le obligó a exiliarse en París. Pues bien, Berezovski ha vuelto, sin que pese ya ninguna orden de detención contra él; sigue intrigando, tiene a uno de los suyos en el puesto clave de jefe de la administración presidencial (Alexandr Volsohin), ha colocado a otro como primer viceprimer ministro (Nikolái Axiónenko) y maniobra para que haya más en el nuevo Gobierno. El líder comunista, Guennadi Ziugánov (y no sólo él) denuncia, no ya que queden en el paro los ministros de su cuerda (Yuri Masliukov y Guennadi Kulik), sino que Berezovski y Chubáis luchan entre sí para sacar tajada.

Es como si la historia diese marcha atrás, a los tiempos anteriores a la crisis de agosto de 1998. Entonces como ahora, el poder real residía en personajes como Berezovski, Tatiana Diachenko (hija y asesora de Yeltsin) y Valentín Yumáshev, jefe de la administración presidencial.

Primakov cambió las leyes del juego, quebró el poder de los oligarcas y gobernó con el apoyo de la Duma y los comunistas. Aunque siguieron sin resolver los problemas de fondo, logró ahuyentar al fantasma del hambre, detuvo la caída del rublo y logró una estabilidad política sin precedentes desde la explosión de la URSS.

Su gran pecado fue olvidarse del factor Yeltsin. Cobró peso propio, las encuestas le daban como favorito a la presidencia. La receta justa para provocar los celos de un líder del Kremlin cuya principal filosofía política es la de imponer su voluntad y aferrarse al poder. Como resultado, le era Primakov ha quedado reducida a un paréntesis.

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