Que vienen, que vienen...
Se quejan de que no les comprendemos, de que no sabemos valorar sus sacrificios, y se enfadan cuando aparecen en las estadísticas con las notas más bajas de la clase ("¡Ingratos!", mascullan entre dientes). La mayoría de los ciudadanos tiene una opinión pésima sobre ellos y los identifican con distinguidos mercaderes de la mentira. Siempre presentes en los medios de comunicación, aunque también siempre quejososporque "ocupan menos tiempo que los otros", los hay que estiran ridículamente el cuello hasta lo impensable para salir donde sea, y es común que padezcan una extraña amnesia crónica sobre promesas realizadas en épocas pasadas. Si hay triunfos, son de ellos; si hay fracasos, silban mirando al cielo, señalando distraídamente hacia quien tienen al lado. Incapaces de reconocer el mérito a los que no se arropan bajo sus mismas siglas, logran un fácil consenso cuando se trata de subirse un sueldo tan injustamente corto para la abnegada labor que realizan. Se consideran imprescindibles y se consuelan antes de acostarse con un pensamiento sosegador: "¿Qué sería de éstos sin mí?"; y el caso es que no dejan de tener razón, porque son necesarios. Aunque no haya empezado oficialmente la campaña, parece que les sobra el dinero (al final, pagamos todos) y ya están sonriéndonos desde todos los rincones de la ciudad.Toda generalización es injusta; la mía, también: en cualquier partido los hay dignos de admiración. Pero el desprecio general que provoca el ejercicio profesional de la política y el rechazo universal que suscitan entre la población debería ser motivo de reflexión para nuestros sonrientes y sufridos incomprendidos, más que por su bien, por el bien común que a todos nos afecta y cuya gestión tan despreocupadamente solemos abandonar en sus manos. Ya están aquí. ¡Qué alegría más grande!-
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