Madrid, Lima
La gente no está dentro de las ciudades, sino al contrario. Lo veo ahora, otra vez, en Lima, como antes lo vi en Montevideo, en Santiago de Chile, en México D.F. o en Buenos Aires, en Panamá o San José de Costa Rica: veo esa persistencia adhesiva con que las calles o los edificios que fueron una parte de la vida de quienes los han abandonado siguen en sus ojos, dan vueltas y se golpean contra el interior de sus cabezas igual que pájaros atrapados en una casa vacía.En todos esos lugares he ido conociendo a esas personas híbridas, mitad compatriotas y mitad extranjeros: los exiliados. O quizás ésa ya no sea la palabra que los define, ahora que el funeralísimo no está y el país del que escaparon es muy diferente; pero lo cierto es que las otras que se me ocurren tienen una pinta fea, un tono despectivo o hasta insultante: emigrantes, trasterrados, apátridas. Qué raro es muchas veces el lenguaje, qué forma tiene de confundir las cosas hasta transformar a las víctimas en acusados.
Al hablar con los exiliados, te das cuenta de lo distinta que es una ciudad cuando la ves y cuando la imaginas, te das cuenta de la manera en que el tiempo lo divide o matiza todo sin que puedas notarlo, lo mismo que no puedes notar cómo envejeces cada día: ¿cuándo, en qué momento justo dejé de ser aquel niño, aquel joven, aquella mujer de mediana edad, aquel hombre que parecía estar al principio de algo, a punto de empezar alguna cosa? Con estos españoles de la otra orilla surgen preguntas que son otras pero también son las mismas: ¿qué Madrid es ese del que hablan? ¿Dónde están las fuentes, los comercios, los parques que ellos recuerdan? Te preguntan por cosas que ya no existen y tú les respondes desde otra ciudad que, para ellos, tampoco existe. El tiempo no pasa, se vacía.
Y luego está el otro tiempo, el que ya no es abarcable ni admite comparaciones porque pertenece a otra civilización, a otra época. Desde Lima, viajas a Cuzco, a Machu Picchu y el resto de las ruinas que quedan de las ciudades incas y no puedes evitar las comparaciones, ves una mezcla hecha con los autobuses rojos de la Gran Vía y estos valles impresionantes en los que hasta el silencio parece sagrado; con las calles llenas de coches y sirenas y estas cumbres solitarias desde las que se ve un horizonte grandioso pero también de aspecto humano. ¿Cuál de los dos mundos es el más brillante y cuál el más oscuro? ¿Qué se ha ganado y qué se ha perdido? Nosotros tenemos máquinas capaces de todo, de destruir pero también de salvar vidas. Los incas eran astrónomos capaces de interpretar el cielo en un poco de agua derramada sobre varias piedras pulidas. Nosotros tenemos vacunas, tarjetas de crédito. Los incas consideraban sagradas algunas montañas. Nosotros tenemos aviones, tardamos doce horas a Lima, siete a Nueva York. Los incas usaban plantas mágicas para llegar al corazón de ellos mismos. La cuestión tal vez no sea qué ganamos y qué se perdió, sino: ¿podremos salvar su parte?
He escrito este artículo en Lima, media hora después de que un tipo me contara que aquí aún hay mucha gente que sigue saliendo al Pacífico a pescar delfines. Los delfines son escasos y su captura está prohibida, pero es que preparados con limón están tan ricos y quién puede creerse esa historia de que el mar se agota, de que cualquier día va a ser un desierto de agua.
También he escrito este artículo después de visitar al escritor Emilio Adolfo Westphalen en la clínica donde cuidan de su salud, a estas alturas ya muy quebradiza. A sus 88 años, el poeta genial y secreto de Las ínsulas secretas o Abolición de la muerte, habla poco y escribe aún menos, recuerda su viaje a España a principios de los 90 para presentar Bajo zarpas de la quimera, el volumen publicado por Alianza que recoge toda su poesía hasta ese momento y a Madrid como una ciudad "ensimismada".
Le pregunto qué quiere decir con ensimismada. "No sé, igual que si estuviera lejos de la gente". Cuando menciono el tema de los exiliados dice que las palabras lo separan a uno de todo, que a menudo se usan con imprudencia y sin sentido de la realidad, como si las cosas a las que se refieren no hubieran desaparecido. Qué idea tan inquietante.
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