La opinión pública como poder FRANCESC DE CARRERAS
En estos últimos meses, la opinión pública catalana ha obtenido dos grandes triunfos. Primero en el caso autopistas. En los últimos días, frente a las actuaciones del Gobierno de la Generalitat respecto de los medios de comunicación. En el primer caso, los poderes públicos y, sobre todo, la empresa ACESA han comenzado a rectificar una política discriminatoria y abusiva; en el segundo, si bien es cierto que la Generalitat no ha dado marcha atrás en la concesión de frecuencias de radio -aunque su legalidad deberá dirimirse ante los tribunales, que forzosamente habrán de entrar también en los criterios establecidos por las bases de tal concesión-, también lo es que, abrumada por las críticas generalizadas, ha retirado inmediatamente un proyecto de nuevo reglamento que sometía a injustificados controles y permisos a las emisoras de radio locales. Con la concesión de frecuencias se ha favorecido claramente a los amigos del Gobierno -sobre todo al grupo que encabeza el hombre de negocios convergente Carles Vilarrubí- y se ha perjudicado a los que han sido declarados como enemigos, entre otros, pero muy especialmente, a la cadena COPE; con el reglamento de radios locales se pretendía, simple y llanamente, suprimir COM Ràdio. Además, como efecto colateral muy importante, tales medidas sirven para amedrentar a las empresas de comunicación en general, convirtiendo así el miedo en sutil censura de los periodistas que en ellas trabajan. Sin embargo, afortunadamente estamos en un Estado democrático de derecho. En él, los poderes políticos y administrativos son controlados, en primer lugar, por los jueces y tribunales, encargados de que se cumpla en última instancia el principio de legalidad, y en segundo lugar, por la opinión pública, que se manifiesta a través del ejercicio de la libertad de expresión y también, en última instancia, a través del voto de los ciudadanos. Las decisiones arbitrarias respecto a la libertad de expresión no sólo afectan a las personas cuyo derecho es vulnerado, sino también a una realidad de otra naturaleza: impiden la existencia de una opinión pública libre. En efecto, la libertad de expresión no sólo es el derecho a comunicar opiniones e informaciones, sino también -como dice textualmente el artículo 20 de la Constitución- el derecho de todos los ciudadanos a recibirlas. Atentar contra la libertad de expresión de una persona es atentar, aunque sea indirectamente, contra la libertad de todos. La existencia de una opinión pública libre es, en palabras del Tribunal Constitucional, la condición imprescindible de la garantía de los derechos fundamentales, de la legitimidad de unos poderes públicos basados en una democracia representativa. En definitiva, pues, de la existencia misma del Estado democrático de derecho. Por tanto, cualquier atentado a la libertad de expresión no vulnera sólo un derecho individual, sino también el derecho de todos los ciudadanos a recibir opiniones e informaciones que, al ser reflejo del pluralismo político de nuestra sociedad, contribuyen de manera imprescindible a la formación de una opinión pública libre, fundamento básico de nuestra democracia. Estas elementales reflexiones sobre teoría democrática vienen a cuento para constatar lo decisivo que es velar para que los medios de comunicación -que son los que transmiten informaciones y opiniones a través de los cuales se forma la opinión pública- se adecuen al pluralismo existente en la sociedad y no sean un mero reflejo del poder. Algunas recientes opiniones resultan, sin embargo, inquietantes. Ya se ha comentado mucho la frase espontánea de Pujol sobre que "la libertad de expresión ha de usarse bien, no para contar mentiras". Detrás de ella hay, por supuesto, alguien poseedor de la verdad, lo cual en política siempre es germen de totalitarismo. Menos conocidas, e igualmente significativas son las opiniones del cardenal Carles y del obispo Carrera, que en referencia a la pérdida de tres frecuencias por parte de la COPE han manifestado que se lo tienen bien ganado. Estas opiniones ponen de relieve el poso de pensamiento integrista, preliberal y predemocrático que anida todavía en muchas personas de nuestra vida pública con influencia en los medios de comunicación y, por tanto, los peligros que corre una opinión pública realmente libre. Para solventar, en la medida de lo posible, este peligro es urgente establecer una nueva regulación legal mediante la cual todo aquello que pueda afectar a la libertad de los medios de comunicación no sea competencia del poder ejecutivo, sino de otro poder con garantías de independencia y neutralidad. La lección de Montesquieu sigue vigente: "Toda persona con poder abusará de él hasta que encuentre un límite". Hay que crear este límite.
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