Locura
En Madrid es muy fácil que te consideren loco. Basta con hablar alguna vez solo por la calle o hacer cuatro gestos raros para que alguien diga: ¡Pobrecillo, perdió la cabeza! La categoría de loco en Madrid se consigue fácilmente. De eso te das cuenta viajando a Nueva York, allí es tal el número de gente que hace cosas extravagantes por la calle que acabas considerando anormal a la gente vulgar, que se pasea sin asombrarse de nada. Cruzando a toda velocidad la Quinta Avenida he visto a un chino montado en un patinete a motor. Iba perfectamente trajeado, y la corbata le flotaba al viento como le flotaba el pañuelo a Isadora Duncan antes de que acabara con ella ahogándola con su lazo. Los coches y los camiones aterradores de América le rozaban a nuestro chino los hombros, pero aquel chino compaginaba la paz oriental con el dinamismo de Occidente y no sufría. Miré a mi alrededor esperando que alguien gritara: ¡Detengan a ese chino, está viajando a una muerte segura! Pero nada. Y es que lo del patinete resultó más normal de lo que yo creía. Hay tiendas de patinetes a motor, como hay tiendas de bici con una camilla añadida, por si te gusta pasear con un enfermo de paquete.Otro día se me sentó al lado en el metro una señora con unas uñas más largas que sus propios dedos. Las uñas habían adquirido con el tiempo una cualidad de garra que helaba la sangre. Me llevé inconscientemente la mano al cuello como preservándolo de algún ataque. Nadie más que yo debía pensar que si alguien se deja una uñas como ésas es porque en algún momento de su vida piensa usarlas. Una tarde me quedé mirando a un tío con aspecto chulesco que ensayaba posturas amenazantes ante el espejo de un escaparate. Se ponía de espaldas al espejo y, al rato, se volvía para decirse a sí mismo: "Are you talking to me?". Supe que estaba en la ciudad de Bobby de Niro. Y en un muelle del East Side, un negro de voz bíblica gritaba al borde del agua a unos nadadores inexistentes; les advertía de los eternos peligros del mar. Pasamos a su lado con prudencia, no fuera a ser que le diera por darnos un empujón. Quién sabe si gritaba a otros cándidos paseantes a los que arrojó al mar, de esos turistas que desaparecen como si les hubiera tragado la tierra. Hay locuras más sórdidas en esta ciudad de locos. Hay familias enteras que patinan los domingos vistiendo el mismo chándal y con el mismo gorro. A veces empujan el carro de un bebé que también va conjuntado, con el fin de que a tan corta edad tenga conciencia de grupo. Esos padres de familia dan un miedo atroz. Uno los imagina a favor de la pena de muerte, o de la tenencia de armas o escuchando juntos a Cèline Dion. Paseando por Nueva York me acordaba de mi loca de las Salesas. La vieja que va una vez cada dos meses a la peluquería y que duerme sentada para no despeinarse. El pelo teñido de rojo se le queda disparado para arriba, dándole un aire de cercanía con la familia Adams. Mi loca y su perra, las dos viejas y torpes. La vieja tirando de la correa porque se la lleva a hacer "pop al Pep".
Es que la perra, dice, se lo obra en cierto arbolillo de Génova. Siempre cuenta que su marido, que era igual a Alfredo Kraus (en guapo), murió por mezclar churros con cerveza, porque esa mezcla le afectó a los perendengues, ¿ha oído hablar de los perendengues? Le dije que sí y ahora me llama doctora.
En Nueva York me doy cuenta de que muchos de nuestros locos aquí pasarían inadvertidos porque la competencia es muy grande. Aquí, para que le hagan a uno un poco de caso tiene que entrar con la célebre recortada en el patio de un colegio. Es tan fácil volverse loco en Nueva York. La locura del español sería la de ver locos por todas partes, ésa es la paranoia de los primeros días. La locura del americano es la de no ver más allá de sus narices, la de saber ignorar. Y luego, la locura de creerte en una enorme localización cinematográfica.
Andas por las calles de Hill Street, por las malas calles de Scorsese, por el bellísimo Nueva York de Woody Allen. Tanto es así, que, embriagado por el escenario, te tienes que controlar para no decirle al taxista cuando te subes: ¡Por favor, siga a ese coche!
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