Tradiciones
JOSÉ RAMÓN GINER Miguel Ripoll declaró el otro día, en su visita a Alicante, que la página web de La Moncloa está a la altura de la del presidente de Burundi. Ripoll es un conocido diseñador de páginas web, que ha hecho su carrera en Londres. Las personas entendidas en estos asuntos consideran a Ripoll uno de los mejores diseñadores mundiales en ese universo tan nuevo que es Internet. Sus páginas para empresas como British Telecom, Arthur Andersen o el Financial Times han alcanzado una merecida fama y han convertido a su autor en una de las estrellas de la red. En sus declaraciones a la prensa, Ripoll tuvo palabras muy duras para la compañía Telefónica, a la que juzgó de incompetente y atribuyó el retraso que nuestro país sufre en las telecomunicaciones. Yo no dudo de las altas cualidades de Miguel Ripoll como diseñador, ni de su conocimiento de un medio tan moderno como es Internet y que él parece dominar a la perfección. Pero me temo que los años pasados en el extranjero hayan enturbiado su visión de España y no pueda vernos sin ciertos prejuicios. A mi entender, eso que él considera graves defectos de nuestro país son parte sustancial de nuestra idiosincrasia. Sin ellos, ese matiz tan castizo de lo español y por lo que somos tan apreciados más allá de nuestras fronteras, se perdería sin remedio. Caeríamos en la vulgaridad. Por lo demás, yo comprendo bien a Ripoll. El suyo no es, desde luego, un caso inusitado. Cuando un español sale al extranjero y vive allá más de tres meses, acostumbra a mirar a su país con ojos muy severos y no hay cosa de él que no le parezca censurable. Pero si los extranjeros nos admiran tanto es, precisamente, por nuestro casticismo, por nuestra singularidad. El día que España sea un país completamente europeo, a los europeos ya no les hará ninguna falta venir a visitarnos, pues nada encontrarán aquí que les asombre y si alguno lo hace será, desde luego, obligado por viaje de negocios. España, sin tradiciones, sería un país ordinario, desaborido. La tradición española quiere que nuestros transportes se retrasen, los recaudadores de Hacienda sean unos pícaros, nuestros políticos algo trapisondistas o no funcionen del todo bien las líneas telefónicas. Incluso aplaudimos con entusiasmo y admiramos la figura de esos nuevos hidalgos capaces de vivir sin un trabajo conocido, como el conde Lequio, que de continuo son presentados a los españoles como ejemplo, por nuestra televisión. Todo esto, bien adobado, crea un mistifori muy del gusto nacional. Por eso, veo muy bien que nuestros gobernantes, que son personas de orden, amantes de la tradición, hagan cuanto esté en su mano por mantenerla y aún acrecentarla. A los españoles les gusta la modernidad, pero con cuentagotas. Ciertamente, si nuestras líneas telefónicas funcionasen a la velocidad debida, nuestros aeropuertos no fueran, de tanto en tanto, un caos o al salir de casa un viajero supiera la hora exacta que va a llegar a su destino, este sería un país muy aburrido. Para ciertas personas, sin embargo, estas situaciones suponen una contrariedad y desearían que España fuera un país moderno, pulcro, innovador, donde las cosas funcionasen sin sobresaltos. Ignoran estas personas que la mayoría de los españoles están muy lejos de esos deseos. Basta asomarse a las encuestas de opinión para advertirlo: cada día que pasa, el gobierno gana enteros.
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