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LA CRÓNICA Magia cotidiana PEDRO ZARRALUKI

Por las noches, el sosiego de la pequeña plaza de les Olles se ve sobresaltado por un vozarrón inconfundible, cascado y alegre, un vozarrón que suena como un ciclomotor con el tubo de escape roto que a pesar de todo produjera un ruido agradable y -que Dios me perdone- incluso cantarín. El dueño de semejante portento sonoro no es otro que el Pep, que recibe a sus clientes y les recomienda que pidan unos calamares con cebolla o unas almejitas salteadas con jamón. Muchas veces he ido a sentarme en uno de los taburetes de su local y, mientras daba buena cuenta de una ración de boquerones rebozados, me he entretenido viendo cómo el Pep freía un surtido de pescaditos, cuajaba una tortilla trampera y preparaba un rodaballo a la plancha, todo a un mismo tiempo y siempre dando voces y bromeando como un capitán feliz en un barco sacudido por la tormenta. El Pep es un gran cocinero de barra en esta ciudad donde las barras sólo sirven para sostener ramos de flores o bodegones publicitarios de marcas de cava. Sentados frente a él, entre la larga hilera de comensales, es fácil ver a un matrimonio absorto devorando 10 platos o a una bella japonesa deleitándose con raspas fritas, una exquisitez situada en lo que vendrían a ser las antípodas culinarias del sushi. El otro día me decidí a cumplir uno de mis sueños. Tras vencer la timidez, me presenté al Pep y le pedí que me dejara acompañarle una mañana al mercado. Él me miró un poco perplejo, pero reaccionó de inmediato. "¡Claro que sí!", voceó, "¡Tomaremos un desayunito!". Me fui a casa muy contento sin saber dónde me estaba metiendo. Me había citado a las diez delante de su negocio. Éste tenía echada la persiana metálica, pero una viejecilla, cargada con una caja de fresones, dobló la esquina y se encaminó hacia una puerta lateral. Fui tras ella. En aquel momento resonó la voz del dueño: "¡Buenos días, Teresita!". La viejecilla esbozó una sonrisa complicadísima y desapareció en el interior. Acompañados por Silvia, que completaría esta crónica con su cámara fotográfica, fuimos hasta el paseo de Lluís Companys, donde han instalado provisionalmente el mercado de Santa Caterina. Tal como suponía, allí el Pep era una institución. Se detenía en todos los puestos a saludar y me animaba a admirar los productos. "¿Has visto qué sardinas?" tronaba, señalando un mostrador en el que los pescados brillaban como espejos escurridizos. "¡Míralas! ¡Qué maravilla!". Obediente, me dedicaba a contemplarlas. "Mira esas judías. ¿Y ese cordero? Es espléndido, de toda confianza. No huele". El Pep acompañaba estas palabras de una forma muy gráfica: se llevaba las yemas de los dedos a las narices y asentía satisfecho por el resultado. Pensé que todo aquello parecía muy italiano, y pensé también que la cocina, la verdadera cocina, era el resultado de una pasión irrefrenable. No sabía aún hasta qué punto. El Pep concluyó el paseo con cierta impaciencia. "Vamos a desayunar", concluyó. Y, volviéndose hacia Silvia, que había anunciado que tenía prisa: "Tú también, bonita. Para desayunar siempre hay tiempo". Silvia y yo le acompañamos añorando un buen café con leche. Pero el Pep tomó asiento en una mesa delante del mercado, bajo el sol, y se frotó las manos con deleite. Ante nuestro asomo, pidió al camarero un estofado de cordero, una bandeja de sardinas fritas, una tortilla de patatas y otra de calabacín, todo ello regado con una botella de vino tinto acompañado con gaseosa. Un rato después, empapados por el sudor y vencidos por el empacho, hablábamos de los viejos tiempos del Zeleste de la calle de la Argenteria, cuando el Pep abrió su primer y diminuto negocio. Era tan pequeño que, aleccionado por Pilar -su madre y maestra-, tenía que cocinar en su casa de la calle de la Princesa y llevar luego las cazuelas a su local. En el que albergara el Whisky Twist, un tugurio donde mi generación concluía sus noches agotadoras, acabaría instalando su actual restaurante.

Con la última sardina entre los dedos, le pregunté cuál había sido su primer trabajo. "¿El primero?", me contestó. "Vivíamos encima de El Rey de la Magia. De niño fui dependiente allí. En la vida se aprenden muchas cosas". Y luego, alzando la mirada al cielo como si el viento le trajera un efluvio lejano, exclamó con entusiasmo: "¡Se acerca el tiempo de las cerezas!".

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