La tragedia empieza a hacerse rutinaria entre los refugiados
Horarios y costumbres salvan de la locura a los habitantes de Stankovic I, que ven cómo su exilio se prolonga más de lo esperado.
ENVIADA ESPECIALSon pocos los que creyeron que fueran a volver pronto a Kosovo; algunos más los que comenzaron a resignarse a que posiblemente pasarían el invierno en Macedonia; y muchos los que han adaptado del todo su vida a la rutina de los campamentos. El tiempo indefinido que tengan que sobrellevar de ahora en adelante en el campo de Stankovic I está siendo amortiguado por los cerca de 20.000 refugiados albanokosovares que lo componen por la aparición de horarios y costumbres.
A las cinco de la mañana se escucha el primer boletín informativo en albanés que ofrece por megafonía desde hace una semana la cadena de televisión alemana Deutsche Welle. No es pronto aunque pudiera parecerlo. En el campo de deportados la vida acaba a las ocho de la tarde, en cuanto se hace de noche y se carece de algo vital para vivir en ella: la luz. A esa hora empieza casi todo el mundo a recogerse en sus tiendas. Ya no hay visitas que esperen tras las vallas de alambre. Ni coches aparcados aguardando a la nube de periodistas que cada día comprueba si aumenta o disminuye el número de habitantes del campo. A partir de ese momento, el campo es sólo patrimonio de los refugiados.
La tienda-mezquita lleva ya un mes instalada. Al principio no fue un símbolo de esperanza, sino más bien lo contrario. El primer día de oración, el almuédano les gritó a pleno pulmón que Alá había quedado confinado entre alambradas. Igual que ellos. Pero ahora es parte de la rutina. Salir a rezar y volver para tomar un té es para los ancianos algo que les está salvando de la locura. "Es lo único que puede hacer en todo el día mi padre", asegura Merita desde el interior de su pulcra tienda. "Eso y fumar", prosigue esta mujer de 41 años.
Merita se esmera en luchar contra el polvo aunque en el fondo sepa que libra una batalla perdida. Pero por el momento no se rinde. "Ya me rendí una vez y me expulsaron de mi casa", asegura sorprendida ella misma con la ocurrencia mientras se dispone a calentar agua para que su hija pequeña se lave la cabeza. Un bidón de agua sobre fuego y a esperar. Porque la espera está siendo la más amarga compañera de este éxodo balcánico que tiene todo el inmenso día por delante y nada que hacer. Excepto esperar.
Nazlie asiste dos horas, que nunca llegan a los 120 minutos, a las clases que imparte Unicef. Y entre dibujo y dibujo pasa la mañana. Pero lo mejor llega cuando su madre le ofrece la posibilidad de acercarse a una de las varias tiendas que han llenado de papeles de chicle y envolturas de caramelos las improvisadas calles del campo. Con 100 dinares (300 pesetas) apretujados en un puño bien cerrado, sale lanzada hacia la entrada del campo, que es donde se han instalado las casetas que venden de todo. Allí se pone de puntillas y sin que los ojos le sobrepasen demasiado por encima del mostrador exige dos litros de Coca-Cola. Con su poca estatura y arrastrando la bolsa con las dos botellas, se pierde entre la gente que pasea hacia ninguna parte.
Unas chanclas de goma rosa, un par de medias y "ropa interior" es lo que acaba de adquirir Shemsie. Coqueta y sonrojada rehusa decir cuánto se ha gastado pero confiesa que mucho. "El dinero me lo regaló mi tío que vive en Skopje y lo uso en lo que quiero", se defiende casi agresiva. "Es que es viernes", alega de repente, "y voy a salir con unas amigas".
La salida se prolongará hasta la entrada. Justo hasta donde están las tropas británicas de la OTAN. Más allá están las alambradas y nadie llega a ningún lado. De ello se encarga la agresiva policía macedonia. Pero a Shemsie le basta con llegar hasta allí. Lo hace cada viernes aunque jura que iría cada día si no fuera porque su padre prometió no dejarla "salir" más si la sorprendía filtreando con los militares.
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