El viaje de ida y vuelta del candidato
La suya fue una victoria que tuvo que ganarse poco a poco, arrebatando con paciencia cada metro cuadrado.
Fueron meses de gloria. Meses de fulgor y caída. "Esto es muy duro", confesaba el candidato José Borrell hace tan sólo unas semanas. En cuatro palabras el candidato del partido socialista resumía noches de insomnio, de cansancio, de hartazgo.Qué lejos ya cuando un eufórico José Borrell trataba de contener la sonrisa de una noche de triunfo. Qué lejos ya sus palabras buscando una generosidad que cubriera amarguras y desencuentros: "Hay veces en que uno siente el ganar porque el perdedor es un amigo". El amigo era Joaquín Almunia. Y aquel día era viernes, 24 de abril de 1998, cuando la Iglesia celebra la festividad de los santos Gregorio, Eusebio, Leoncio y Sabas, mártires. Ese día los socialistas elevaban a los altares laicos a su candidato, José Borrell, que, aun sin llegar al martirio pero en reñida y, a veces, nada limpia batalla, había vencido a su mismísimo secretario general en las primarias.
Todo había empezado en el último congreso socialista, en junio de 1997, cuando Felipe González anunciaba su retirada de la secretaría general. Todo es ya historia. Un viento colocó en la cúspide al sector renovador. Renovadores que se hacían con el poder que -a qué negarlo- nunca habían dejado. Y un día, Almunia anunció que el candidato había que elegirlo en primarias. Fue a finales del otoño de 1997.
Cuando José Borrell hizo saber que se presentaría frente al secretario general, nadie dio un duro por sus posibilidades. Las primeras declaraciones de Almunia se parecían demasiado a las de quien está convencido de que Borrell no era enemigo para él. El tiempo es un cruel espejo. Ahora, la imagen es la de alguien que ha terminado por no ser enemigo para casi nadie. Y eso que él ya lo había dicho en la primavera de 1998, cuando saboreaba las mieles de su candidatura: "Sólo soy peligroso para el PP". Jugó Borrell al victimismo. Y le dio resultado. Denunció maniobras de la dirección, el envío de cartas contra él, los apoyos al otro de los socialistas de relumbrón.
Él -venía a decir- era sólo el hijo del panadero. Él era sólo el chico aplicado, estudiante con beca, que se enfrentaba a cuerpo limpio con el aparato socialista. Así que, cuando ministros, barones, dirigentes del socialismo de postín mostraban su apoyo al secretario general, él lanzaba un "es curioso" que "todos los altos cargos del PSOE apoyen a Almunia". ¿Y qué quería decir? Lo mismo: él sólo era el hijo del panadero, el hombre que, desde fuera del aparato, había conseguido enfrentarse al secretario general. A él nadie le quería. Era el gestor capaz y honrado a carta cabal. Almunia, en un rasgo burlón, le había calificado de "jacobino irredento".
¿Fue la suya una triste victoria? Fue una victoria que tuvo que ganarse poco a poco, arrebatando con la paciencia de un topo cada metro cuadrado de madriguera. Un día era la Oficina del Candidato. Luego, sería lo de su equipo de asesores que ya hubiera querido o soñado cualquier dirigente socialista. Más tarde, la portavocía del grupo parlamentario. Y ya puesto, logró convertirse en el interlocutor del Gobierno.
En noviembre de 1998 el comité federal del PSOE dejaba claro que Borrell había ganado, para todo y sobre todos, las primarias. Y lo más importante: el que gana, manda. Pero todo lo hizo como si el agraviado fuera él. Como si se le negara el pan y la sal, como si el partido se hubiera conjurado en su contra.
Lo dijo un día Juan Carlos Rodríguez Ibarra, presidente de la Junta de Extremadura: "En política, "nunca" significa de "momento". Y todos saben que en política "eterno" es también "por ahora".
Hubo signos que ya parecían indicar que el candidato, tan aparentemente duro, tenía el espíritu de la más suave mantequilla. Su primer encontronazo con el presidente de Gobierno, José María Aznar, en el debate sobre el estado de la nación, en mayo de 1988, demostró que era un hombre fácil presa de la melancolía. No consiguió acorralar a Aznar. Todo lo contrario. Cuenta un periodista que le impresionó ver a Borrell, tras aquel debate, abatido y triste. Sabía que había perdido su primer encuentro. Luego, quienes le pasaban la mano por el hombro y enjugaban sus sudores le hicieron creer que había vencido. Y, con la misma rapidez con la que había caído sobre el polvo, se coronó a sí mismo con los laureles del vencedor.
Hoy, alguno de sus compañeros recuerda -los profetas siempre adivinan a toro pasado- que sus ataques contra el portavoz del Ejecutivo, Josep Piqué, eran temerarios. Y que el Partido Popular habría de contraatacar con historias semejantes. Recuerdan que fue Borrell quien aceptó llevar adelante la operación de las letras del Tesoro opacas, inversiones que al no tener que ser declaradas al fisco alguien definió como legalización del dinero negro. La iniciativa la tomó el entonces omnipotente ministro de Economía y Hacienda Miguel Boyer, y José Víctor Sevilla se negó a aceptarla dejándose en la gatera el pelo de secretario de Estado. Ahora hay hasta quien le recrimina la persecución fiscal de Lola Flores.
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