La ciudad de los pétalos ANTONI PUIGVERD
San Narciso, el patrón de Girona, aquel que espantó con sus moscas a los franceses, se ha travestido estos días de mayo y deambula, como la ninfa Flora, entre las viejas piedras gerundenses seduciendo a los visitantes, que entran por miles. Llegan por tierra. Llegarían por mar, si lo tuviéramos, y llegarían por aire, si nuestro aeropuerto no estuviera siempre bajo mínimos, incapaces nuestros mandamases de aprovechar el colapso aéreo barcelonés para convertir el aeropuerto gerundense en el segundo de Cataluña. "Olor de multitudes", ha titulado El Punt para retratar el pasado fin de semana. El año anterior pasaron 250.000 personas. Este año van a ser más. Siempre son más. Las masas proceden de las comarcas vecinas y de Barcelona, como puede parecer lógico; pero también de las ciudades que de repente ha hermanado el Eje Transversal: Vic, Manresa, incluso Lleida. ¿Qué buscan en Girona, precisamente estos días, que no puedan encontrar otros fines de semana? Flores, sencillamente flores, decorando o acentuando el perfil de las piedras antiguas. Parterres horteras en las calles peatonales; composiciones más o menos modernas en algunos patios nobles; composiciones domésticas, ingenuas, graciosas o grandilocuentes en otros patios, en las escaleras catedralicias o en los espacios secretos que (como un sótano de la catedral o la cisterna del convento de los capuchinos) sólo se abren a la curiosidad durante esta semana. Composiciones curiosas, en las que se entrevé mano de artista, alternan con jardines de quita y pon diseñados por empresas comerciales, de la misma manera que la botánica publicitaria o institucional, que solemniza palacios y claustros, alterna con los entrañables tiestos (azaleas, margaritas y geranios) que una anciana solícita exhibe frente a su casa. Entre tanta flor y tanta clorofila queda todavía espacio para las curiosidades: como estos solemnes bonsais de Felipe González exhibidos, junto a un delicioso claustro de bolsillo, en la terraza del Museo de Historia. ¿De dónde sale el exitoso invento turístico que suma al prestigio de las piedras el perfume de las flores? ¿Cómo se originó el fabuloso invento que permite consolidar el encanto turístico de la ciudad catalana que -Barcelona aparte- más se ha popularizado en los últimos tiempos? Hasta hace unos días se creía -y con la boca pequeña se contaba- que el evento floral arrancó, allá por los grises cincuenta, gracias al empeño -pelín carca y modoso- de la Sección femenina de la Falange. Estas señoras habrían empezado con discretas exposiciones en el teatro, ampliadas después en el antiguo hospicio y más tarde en Sant Pere de Galligants. Ya en manos de la sociedad civil, la exposición llegaba a Sant Domènec, hoy sede de la Facultad de Letras, para ocupar finalmente el entero perímetro del casco viejo. Esta era la historia del evento hasta que Narcís-Jordi Aragó, decano de periodistas y el más erudito escritor gerundense, descubrió en El Punt un antecedente republicano de esta persistente afición local por los pétalos: ya en los años treinta existieron en la ciudad unas exposiciones florales organizadas por el Ateneo de Girona, fundado y presidido por Carles Rahola, intelectual catalanista, cuyo magisterio democrático (expresado en su Breviari de ciutadania) adquirió rango de nobleza al ser fusilado por orden de un tribunal franquista en marzo de 1939. La "inmortal Gerona", la que se encerró heroicamente en sus murallas para defenderse de los invasores, es ahora mismo una ciudad obsesivamente perfumada, abriendo completamente las piedras (las piernas) a la curiosidad del nuevo invasor, que no es otro que el fervoroso militante del fin de semana. Llegan los nuevos invasores disparando, no viejos cañones, sino el botoncito de la cámara fotográfica. Suben por las mismas escaleras, usan los mismos calificativos, husmean los mismos rincones. Deslumbrados, mirones, boquiabiertos, encantados, sí, pero ¿más en Girona que en otras partes? ¿No serán, por casualidad, esos rebaños humanos, arrastrados aquí por la fiebre floral, los mismos que se embuten en las butifarras asfálticas de las autopistas? ¿No serán los mismos que, en interminables oleadas, ocupan cualquier pueblo en el que se organice, bajo cualquier pretexto, una de estas ferias llamadas de artesanía, en donde te sirven un trozo de queso sin control sanitario o un tarro con una miel de abejas supuestamente libres? Sean ellos mismos o sus clónicos, los invasores turísticos ocupan estos días plazas, claustros, palacios y escaleras gerundenses. Parece que la ciudad de las piedras esté reclamando el babilónico título de ciudad de los pétalos. Y uno desearía simplemente huir de ella. No me pregunten por qué.
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