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PREMIOS ORTEGA Y GASSET DE PERIODISMO 1999

"Una ligera admonición"

Discurso íntegro del académico Francisco Ayala durante la entrega de premios.

"Nada puede ser más grato para mí que una ocasión como ésta, en que se me da la oportunidad de hablar, entre periodistas, del periodismo. Mi larga vida ha estado ligada desde muy pronto a esta profesión, y a ella sigue ligada hasta el día de hoy mismo. Retrospectivamente, me veo -muchacho de 18 años- elaborando el texto de telegramas en una redacción madrileña. Desde aquel remotísimo entonces he trabajado y colaborado en los mejores diarios de nuestra lengua: en El Sol de Madrid, recién fundado por Ortega y Gasset, en La Nación, de Buenos Aires, que acogió mi indigencia de exiliado, y por fin, en EL PAÍS, este diario que acaba de entregar unos premios prestigiados con el nombre de aquel gran maestro. Periódicos todos ellos que han sabido combinar el arte de la información pública con el arte de las bellas letras, en cuyo cultivo se cifró desde siempre mi vocación más profunda. Tengo, pues, justificación plena para celebrar los méritos de una profesión, de una actividad, con la que estoy bien familiarizado. Y así, ya cuando en 1983 fui elegido miembro de la Real Academia española, no vacilé en dedicar mi discurso de ingreso a analizar "la retórica del periodismo".Pero el periodismo no es sólo, ni lo es de modo primordial, un género literario. El periodismo es un instrumento de poder público -el cuarto poder fue llamado en adición a los clásicos tres poderes del Estado liberal-, se le consideró como una institución política al margen de la democracia, pero esencial para su funcionamiento, tanto es así que, ya en la época en que este muchacho que era yo se aplicaba a inflar telegramas en una modesta redacción, era fábula asentada la de que con un artículo editorial podía tumbarse a un Gobierno (de hecho, un artículo de Ortega y Gasset en El Sol sería muy luego el empujón que derribara la claudicante monarquía de Alfonso XIII).

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Siendo, pues, el periodismo un instrumento de tan formidable importancia político-social, está claro que aquella prensa heredada del siglo XIX en el primer cuarto del nuestro debería en lo sucesivo transformarse de continuo al mismo compás de los cambios experimentados por la sociedad sobre la que operaba. Y ¡qué cambios no habrá experimentado nuestra sociedad a lo largo de este siglo XX ya tan cercano a su término! No dudaría yo en afirmar que durante él se ha completado, mediante sucesivas revoluciones tecnológicas, la transformación más radical vivida por la humanidad durante el curso entero de la historia universal. Seguimos aún llamando alguna vez la prensa al conjunto de los poderosos medios de comunicación que han llegado a penetrar a la presente inmensa sociedad de masas; que la sostienen y básicamente la dirigen; pero este complejo aparato se encuentra ya demasiado lejos de aquella prensa que yo conocí en mi juventud: aquellos diarios de corta envergadura aunque refinados, y bastante influyentes en la sociedad burguesa, en los que empecé a ver con ilusión mis precoces escritos impresos en letras de molde. Si los prodigiosos avances tecnológicos traídos por las sucesivas fases de la revolución industrial, en particular por la última de ellas, la electrónica, han transformado de arriba a abajo la sociedad, tanto en este país nuestro como en el resto del planeta, alterando desde la raíz la vida de los hombres y cambiando las mentalidades, las conductas prácticas, las actitudes de la gente frente al mundo, a nadie se le escapará el hecho de que tales mutaciones se han efectuado mediante la acción de los medios de comunicación pública. Y aunque sigan existiendo y mantengan su vigencia oficial las instituciones tradicionales del Estado, y continúen prestando todavía servicio, no puede caber duda de que las relaciones de poder en el seno de la sociedad actual son muy distintas de las establecidas cuando esas instituciones fueron creadas. Basta recordar lo que sociológicamente era aquella prensa de la época burguesa, dependiente del Gobierno -aunque fuese en su función opositora-, por contraste con los amplísimos y tan diversos medios de comunicación actuales, que ningún Gobierno es a la postre capaz de dominar, por mucho que siguiendo la natural tendencia a monopolizar el poder, se lo proponga arduamente.

No quisiera extenderme demasiado en estas consideraciones; y por lo demás, apenas haría falta hacerlo, después de lo dicho, pues es cosa muy evidente; apenas hará falta, digo, subrayar ante las nuevas generaciones de periodistas que se aprontan a emplearse en el manejo de tal o cual sector del complejo aparato de la publicidad, que el desarrollo enorme de los medios de comunicación, de acuerdo con las condiciones de la sociedad actual, les impone, por una parte, la necesidad de preparación muy especializada, y por otra parte, la necesidad de mantener un aguzado sentido de la responsabilidad personal.

En efecto, el periodista debe poseer -esto por supuesto- un buen conocimiento de los refinados recursos que la tecnología pone en su mano para el desempeño de una actividad que constituye servicio público, y al mismo tiempo debe tener también conciencia del poder que ello le confiere sobre sus semejantes, con clara noción de las obligaciones éticas anejas al ejercicio de ese poder. Y cuando hablo de su preparación técnica no me refiero, entiéndase bien, tan sólo al manejo diestro de los cien mil artilugios usados hoy en un oficio que en el pasado se limitaba en el mejor de los casos a utilizar una máquina de escribir y quizá una cámara fotográfica. Me refiero sobre todo al conocimiento y adecuado empleo del idioma, cuyo modelo práctico, por más esfuerzos que pueda hacer la Academia Española, lo establece en definitiva el lenguaje difundido e impuesto a través de los medios de comunicación. De la limpieza o deterioro de nuestra lengua son, pues, responsables quienes diariamente se dirigen al público, sea verbalmente o por escrito, desde las diversas tribunas.

En cuanto al deber de atenerse a un código de rectitud moral, siendo conscientes siempre del poder que los medios de comunicación confieren al periodista, toda insistencia sería poca. Ciertas desviaciones de este deber, tan flagrantes algunas como esa conducta periodística a la que se denomina amarillismo, habrá existido más o menos extendida en otras épocas pero en la actual resulta de alcance y consecuencias mucho más dañinas, a la misma vez que de más difícil control. Capacitación profesional y conciencia cívico-moral son, pues, los requisitos básicos exigibles para quien quiera dedicar su vida al ejercicio de la profesión periodística.

Para poner término a mi ligera admonición, sólo me resta ya el agradable momento de felicitar a quienes han sido distinguidos con estos Premios y de agradecer su paciencia a cuantos amigos han tenido la bondad de escucharme".

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