La guerra inútil
La "guerra ética" de Kosovo, como la llamó Tony Blair, que emprendió la OTAN, apoyada por la opinión pública de los países occidentales, para impedir el genocidio del pueblo albano-kosovar, está tomando una deriva que, absurdamente, puede culminar en una derrota moral de la Alianza Atlántica, y en la consolidación de la tiranía de Milosevic.¿Qué ha fallado? No la decisión de atacar al dictador serbio, desde luego. La intransigencia de éste, su negativa a hacer la más mínima concesión respecto a Kosovo en las negociaciones de Rambouillet, y la movilización del Ejército yugoslavo para iniciar la limpieza étnica en la provincia kosovar, no dejaban alternativa a Europa y Estados Unidos si querían evitar una catástrofe semejante a la de Bosnia. Ahora bien, las guerras se declaran para ganarlas y con un propósito perfectamente definido. El respaldo que la iniciativa militar de la OTAN obtuvo en todas las democracias del mundo partía del supuesto de que esta acción bélica pondría fin a la tiranía de Milosevic, obstáculo primordial para una paz negociada en Kosovo y responsable mayor de la tragedia de los Balcanes. Después de lo ocurrido en Bosnia, a nadie podía caber la menor duda de que, mientras el dictador serbio conservara su fuerza operativa, no habría solución durable al problema de Kosovo, y que todo acuerdo sería precario, vigente sólo mientras una enorme y costosa fuerza internacional desplegada sobre el terreno lo hiciera respetar.
A casi mes y medio de iniciados los bombardeos de la OTAN, los gobiernos occidentales ya no hablan de derrocar a Milosevic, ni de destruir su Ejército. Por el contrario, Clinton, en su visita a las tropas norteamericanas en Alemania, afirmó que aquella medida no figuraba entre los objetivos de la OTAN, y el primer ministro francés, Lionel Jospin, ha multiplicado estos días los gestos de apaciguamiento hacia Milosevic, ofreciendo frenar los ataques si el líder serbio inicia la retirada de sus tropas de Kosovo. La explicación aparente de este cambio de postura es alentar los esfuerzos mediadores de Rusia, ofendida por la olímpica prescindencia que respecto al Kremlin había mostrado la Alianza Atlántica. Pero, en verdad, la novísima moderación de Clinton, Jospin y, sin duda, otros dirigentes de los países de la OTAN, es que la opinión pública ya no apoya esta guerra como al principio. Los oponentes a ella aumentan en todas partes, y, aun entre quienes la siguen apoyando porque la consideran el mal menor, se multiplican las críticas a la confusión y los errores que caracterizan la conducción militar y política de la intervención aliada.
En efecto ¿qué clase de guerra es ésta en la que, los sufrimientos y violencias que ella causa, no parecen destinados a destruir al Ejército enemigo sino, fundamentalmente, a evitar que las tropas aliadas experimenten una sola baja? Por más repugnancia y desprecio que inspire la satrapía de Milosevic, es difícil sentir que esos pilotos aliados, que, para no ser alcanzados por la artillería antiaérea serbia, descargan sus bombas desde diez mil metros de altura, volando a veces trenes, autobuses, carretas, casas, y pulverizando a pacíficos aldeanos, luchan por una causa justa. El triunfo de la batalla publicitaria, por parte de Milosevic, ha sido hasta ahora total. En las pantallas de televisión y en los diarios occidentales los muertos inocentes de la bombardeada Yugoslavia aparecen, a diario, como símbolos de la arrogancia prepotente y de la cobardía y estupidez de una estrategia que no sabe qué quiere ni cómo alcanzarlo.
La idea de la "guerra limpia" es un puro despropósito conceptual, a menos que se traduzca en el designio apocalíptico de pulverizar toda forma de vida en el territorio enemigo con bombas atómicas. Sí, en teoría, ésa sería una forma de guerra limpia, con víctimas y muertos sólo en uno de los bandos. Pero hacer una guerra sólo con bombas convencionales, desde las nubes, no ha derrotado hasta ahora a ningún régimen. Por el contrario, ha servido para reforzar a las dictaduras, como ha ocurrido con Sadam Husein en Irak y está ocurriendo ahora con Milosevic en Yugoslavia. Nadie como los tiranos para azuzar los sentimientos nacionalistas y victimistas de un pueblo bajo las bombas y convertirse en aglutinantes de la unidad nacional y defensores de la soberanía amenazada por el enemigo extranjero.
En vez de debilitar a la dictadura, la guerra limpia de la OTAN ha permitido a Milosevic eliminar y silenciar a sus adversarios del interior, y presentarse como una víctima, como un pequeño David heroico que resiste a la maquinaria militar más poderosa de la historia. Y, por otra parte, los bombardeos no sólo no han evitado la feroz represión del pueblo albano-kosovar; la han acelerado, ya que, utilizando como pretexto las acciones aéreas aliadas, el Ejército serbio ha exterminado, descuajado de sus pueblos y obligado a partir al extranjero, privados de todos sus bienes -incluidos sus documentos de identidad- a más de millón y medio de albaneses de Kosovo. La "guerra limpia" ha sido, así, un instrumento valiosísimo en la estrategia -ésa sí, perfectamente clara e implacablemente aplicada- de la dictadura serbia para "limpiar" Kosovo. Negarse a utilizar tropas de tierra, y anunciarlo, fue un error gravísimo que la OTAN está pagando caro. Dio manos libres a Milosevic para consumar sus siniestros designios de limpieza étnica y para representar un papel de víctima. Suponer que la presión de las bombas iba a quebrarlo moralmente y llevarlo de vuelta a la mesa de negociaciones en una actitud más dócil, era una arriesgada hipótesis, que, de no cumplirse, podía acarrear el efecto contrario: poner a la OTAN en la situación imposible en que está ahora. ¿Por qué imposible? Porque esta guerra, de la manera que la lleva, no la va a ganar. Y, cada día, la pierde un poquito en términos psicológicos y morales, apareciendo cada vez más ante la opinión pública mundial como una fuerza agresora, que maltrata a un pequeño país débil y causa innumerables muertes inocentes, al mismo tiempo que es incapaz de poner término, incluso aminorar, el horrible vía crucis del pueblo albano-kosovar.
No es de extrañar que, en estas circunstancias, los dirigentes de la Alianza Atlántica se hayan acordado de que Rusia, después de todo, existe, y concedido un protagonismo súbito al resucitado Viktor Chernomirdin, enviado de Yeltsin, quien va y viene entre Belgrado y Washington, con mensajes amistosos del presidente Milosevic. Y ya se oyen suaves comentarios en las cancillerías. ¿Es aquél tan malvado como se creía? Tal vez no lo sea tanto. ¿Hizo o no hizo ciertas concesiones en Dayton? Y, ahora mismo ¿no ha recibido con los brazos abiertos al reverendo Jackson, el amigo de Hillary y de Bill Clinton? ¿No ha orado por la paz abrazado a él? ¿No le ha entregado a los tres prisioneros estadounidenses para que los devuelva a sus familias? Quizás el pastor Jackson no se equivoca cuando pide al gobierno de Estados Unidos que responda con un gesto de comprensión a los empeños reconciliadores y pacifistas del estadista serbio.
Por este siniestro camino se ve despuntar, a lo lejos, un posible desenlace para Kosovo parecido a los famosos acuerdos de Dayton, celebrados en todo el mundo como un triunfo de la sensatez salomónica, y que, en verdad, sirvieron para legitimar la limpieza étnica en Bosnia, redimir a Milosevic de toda responsabilidad en la tragedia que causó doscientos mil muertos en los Balcanes, darle carta blanca para reforzar su predominio autoritario en Yugoslavia y tramar la operación antialbanesa en Kosovo. Como, en la actualidad, lo único que parece tener claro la OTAN es que los bombardeos no dan el resultado esperado, ni van a darlo en el futuro inmediato, y que, por el contrario, están socavando cada día más su prestigio y credibilidad -algo absolutamente cierto-, la tentación de salir del atollo con algún subterfugio que le salve la cara es muy grande, y se refleja en ese nuevo tono adoptado por Washington, París y Bonn, del que puede resultar, en efecto, una pronta negociación, a la manera de Dayton. La ONU sería la partera de la paz y Rusia la madrina de la criatura. En un gesto de desprendimiento nobilísimo, en aras de la paz, Milosevic aceptaría la partición de Kosovo, y se quedaría apenas con la mitad del territorio kosovar colindante con Yugoslavia (casualmente el más próspero y moderno de la provincia). Los países occidentales se encargarían de poner los dólares y los soldados de la fuerza de paz necesaria -bajo la bandera de la ONU, por supuesto- para redistribuir en la otra mitad a los kosovares desarraigados de sus pueblos por la fuerza y aventados al abandono y la miseria. Estados Unidos y la Unión Europea resarcirán de algún modo a las víctimas de los bombardeos de la OTAN. A la cabeza de su pueblo, como Sadam Husein en Irak, Slobodan Milosevic, más fuerte e imbatible que nunca, iniciará de inmediato la reconstrucción de Yugoslavia.
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