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Un manjar con cuernos

Aunque ya se ha celebrado la festividad de San Prudencio en Álava, una fiesta marcada por la apoteosis de los perretxikos y los caracoles, no está de más seguir hablando de ambos productos gastronómicos. Su relación se hace aún más estrecha en uno de los platos típicos, laboriosísimo por cierto, que consiste en preparar los caracoles introduciendo un minúsculo perretxiko dentro de ellos. La celebración alavesa, en cualquier caso, es un buen motivo para adentrarse en la historia gastronómica de estos gasterópodos, que inspiran las más firmes adhesiones y la fobias más rotundas. Coincido con Nestor Luján cuando escribe: "Muchas veces hemos pensado, con extrema curiosidad, en el valor o hambre desesperada que debieron sentir quienes comieron por vez primera la ostra, el caracol o el percebe". Una relación a la que se podrían añadir perfectamente las angulas, las huevas de esturión (el caviar) o incluso el centollo, tan parecido en su forma a las arañas. La historia del caracol como alimento es antiquísima. Atendiendo a la cantidad de fósiles encontrados, el caracol fue uno de los primeros alimentos que tomó el hombre, tras ser "regalo de dioses". Al parecer, ya en la antigua Roma se pirraban por ellos e idearon los primeros recintos para criarlos. Los comían asados a la parrilla, al aire libre. Tenían los romanos unas caracoleras en donde los engordaban con vino y salvado. Estos parques de crianza se establecieron en principio en Pompeya, donde siglos más tarde los arqueólogos descubrieron millones de conchas que demuestran que su cría era un negocio redondo. Plinio habla de los caracoles asados, degustados con vino y servidos como entretenimiento de las comidas. Al parecer, los galos los apreciaban como postre (como sucedía con las aceitunas). De hecho, en la Galia romana se tomaban con las trufas y los quesos. También fue una época de apogeo de los caracoles la Edad Media y se consumían en abundancia, entre otras razones porque esa carne de tan poca chicha era apta para la abstinencia cuaresmal. Se comían fritos con aceite y cebolla, en brochetas o hervidos. Parece ser que a comienzos del siglo XVIII, el gasterópodo desapareció de las mesas nobles. Fue un gran gastrónomo francés, político para más señas, Talleyrand, quien los volvió a poner de moda. Y su resurgimiento llegó porque le pidió a su jefe de cocina, por entonces el mítico Antonin Careme, que los preparase para la cena que ofreció al zar. Desde ese momento, la fama de los caracoles volvió a correr por toda Europa. Según los estudiosos en la materia, a Cataluña llegaron los caracoles procedentes de Asia hace muchísimos siglos. La tradición catalana de su preparación es, fundamentalmente, a la parrilla con butifarra, todo ello sobre una brasa suave. En Francia, destacan preparados al estilo borgoñés, es decir, rellenos con mantequilla y gratinados por la parte de orificio de la concha, donde lógicamente también estará contenido el cuerpo del molusco. El secreto radica en la mantequilla especial con que son sazonados, que se prepara majando ajo, escalonias picadas, perejil picado, sal, pimienta recién molida y la mejor mantequilla fresca. Todos los ingredientes bien mezclados. Se necesitan unos caracoles muy hermosos. Una vez limpios, se saca el animal de la concha y se elimina la extremidad negra. Después se introduce una cucharadita de la mantequilla, la carne ya cocida y otra cucharada de mantequilla, una pizca de pan rallado y se hornea. Distribución desigual En Navarra y en la Rioja, hay preparaciones con caracoles muy peculiares y de sabor poderoso. Se suelen oficiar con picadillo, un poco de longaniza picante, jamón troceado, tomate hecho, pimientos verdes y guindilla a discreción. De ahí, un poco los refranes que hablan de la necesidad de que esté plato sea picante: "Caracoles sin picante, no hay quien los aguante" o "A caracoles picantes, vino abundante". En la fiesta de Tafalla, por ejemplo, es muy típico tomar caracoles, migas y costillas asadas. Los caracoles se preparan de forma muy curiosa: en una salsa verde muy poderosa en que no falta la guindilla. Si se atiende a su consumo como algo tradicional, se aprecian grandes diferencias en cuanto a su distribución territorial. Así, mientras que en Vizcaya y Guipuzcoa se han consumido poco, esporádica y puntualmente y por lo general ligados a los ritos navideños, en el País Vasco francés su consumo es casi inexistente. En cambio, tanto en Álava como en Navarra han constituido desde siempre un plato más habitual y muy apreciado. Sobre el origen y el porqué de su abundante consumo en Álava un ilustrado cocinero de esa tierra, director actualmente de la academia de cocina Aiala de Zarautz, Patxi Antón, establece una hipótesis que parece no lejana de la realidad: "Álava es tierra propicia para este tipo de babosa y, debido su gran desarrollo, los labradores alaveses se veían obligados a exterminarlos. Dado que dañaban a las hortalizas, una forma de exterminio pudo ser el de comérselos. En sus inicios se trató de un plato humilde, pero el arte culinario lo ha elevado considerablemente en la actualidad". Lo cierto es que los caracoles se están potenciando en Álava desde tiempos remotos. Y su preparación tan laboriosa, de auténtica paciencia conventual, permanece inalterable al paso del tiempo. En nuestro país, los caracoles han solido cogerlos los hombres y a veces los chicos. Cuentan que en Urzainki (Navarra), cuando los niños iban a buscarlos y uno encontraba un buen corro de ellos, decía: "Arrendito, arrendito el que me quite este pecadito". La verdad es que por aquella época los aficionados recolectores eran generalmente personas de clase humilde, que realizaban su actividad depredadora no precisamente por deporte o gusto, sino por auténtica necesidad. Según recoge el libro La alimentación doméstica en Vasconia, en la localidad también navarra de Artajona se recuerda a un caracolero llamado Lucio el Ciego, un invidente que frecuentaba las orillas de los caminos siguiendo con el tacto el rastro de los moluscos, que echaba a la bolsa de la blusa. De todos es sabido, en cualquier caso, que se recomienda recoger caracoles después de que haya llovido y escampado, pues es entonces cuando salen a tropel a pasear sus cuernos. No engaña por tanto el refranero cuando indica que "agua y sol, tiempo de caracol".Históricos menús

Es interesante constatar cómo a fines del siglo XIX, en el famoso Libro de Álava, Ricardo Becerro de Bengoa habla de muchos de los platos más típicos de la cocina popular alavesa, pero no comenta apenas nada de los caracoles, que van a configurar una de las especialidades festivas más emblemáticas del territorio. Tampoco hay una excesiva documentación en Álava acerca de una seta tan representativa de su gastronomía como el perretxiko -llamado también susa, ziza, seta de Orduña o de San Jorge-. Tan sólo en un menú de la entonces famosa Casa Lucía, en 1929, se ofrecen los huevos revueltos con perretxikos. Unos años más tarde, la carta de uno de los grandes restaurantes que ha tenido la capital alavesa, el del Hotel Frontón, ofrece de nuevo el referido revuelto. Pero para hablar de menús históricos en que intervienen los caracoles nada mejor que hacerlo de la refinada cena de Nochebuena de 1895 del fundador del nacionalismo vasco, Sabino Arana Goiri, en la cárcel de Larrinaga, según cuenta su biógrafo Ceferino Jemein, y que consistió en: Aceitunas y anchoas de entremés; ostras, sopa de chirlas, ensalada de alubias, bacalao en salsa roja, angulas, besugo, bermejuelas, merluza frita y caracoles (también éstos en salsa roja); y, como postres, compota de manzana, ponche ruso, mazapán y turrón. Menú que revela a un Sabino Arana francamente gourmet y cuya confección se atribuye a la hermana del líder nacionalista, Paulina, si bien ciertos estudiosos, como Luis Haramburu Altuna, piensan que fue preparada y servida probablemente por el restaurante El Amparo. Para ello, Haramburu se fundamenta en que el recetario de El Amparo (1930) habla de "salsa roja" para referirse a la vizcaína, que aparece en el menú de Arana al referirse al bacalao y a los caracoles.

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