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Injertos de América

Con el desprestigio que rodea entre nosotros a las formas de vida y cultura política de Estados Unidos, es por lo menos curioso que las dos únicas iniciativas relevantes tomadas por partidos políticos españoles para su administración interna hayan venido de América. Es en Estados Unidos, no en Europa, donde los candidatos a presidente de la República, no del Gobierno, se someten a elecciones primarias; y es en Estados Unidos, por ser un sistema presidencialista, donde los mandatos, limitados a dos, son por cuatro años; no en Europa, donde el sistema parlamentario impide convocar elecciones a fecha fija. Tal vez porque el español es un híbrido de presidencialismo y parlamentarismo, los dirigentes del PSOE y del PP fueron a buscar a América unos injertos capaces de renovar la vieja sabia que corre por el tronco de sus partidos.El primero en poner en práctica una iniciativa importada de Estados Unidos fue Joaquín Almunia cuando sometió a elecciones mal llamadas primarias su implícita designación como candidato a la presidencia del Gobierno. José María Aznar ha repetido tantas veces, y en tono tan solemne, la promesa de retirarse a los ocho años que no le va a quedar más remedio que cumplirla. Las razones de ambas iniciativas no están claras. La primera parecía buscar un suplemento de legitimación; la segunda quizá pretendía enviar un mensaje a los electores: prueben una, quizá hasta dos veces, que no tendrán que aguantar mi presencia la tercera; era una forma de decirles que si se equivocaban al votarle, su error no sería irreparable. ¡Pasan tan veloces ocho años!

El caso es que la importación de estos dos productos made in USA no podía dejar de acarrear una consecuencia típicamente americana: la cabalgada de algún llanero solitario dispuesto a probar fortuna y echar un pulso a los poderosos. Por supuesto, ninguno de los dos líderes debía temer la presencia de un competidor procedente del núcleo duro de su partido. Tan impensable como un Ciscar saltando al ruedo de las primarias es un Rato anunciando ambiciones sucesorias. Pero nunca faltan políticos dispuestos a aprovechar la ventana de oportunidad abierta por unas elecciones o por una limitación de mandatos; políticos que pedalean sueltos de manos, que han construido su posición sin sólidos apoyos partidarios; candidatos que no tienen nada que perder y mucho que ganar aceptando el reto.

Los primeros frutos de los injertos americanos son evidentes en el árbol socialista y apuntan ya en el popular. En el PSOE, cualquiera que sea la continuidad del experimento, carece de sentido que uno de los contendientes sea el secretario general, elegido como máxima autoridad del partido en un congreso. Separar la dirección del partido de la candidatura a la presidencia de Gobierno (central o autonómicos, tanto da) exige otro tipo de organización, otra forma de militancia, otra cultura política. Para recomponer una oferta electoral creíble, lo mejor será que el injerto se coma al árbol o que el árbol rechace al injerto: cualquier cosa menos un mutante que se rebele, fuera de control, contra sus progenitores y acabe por devorarlos.

Por lo que respecta a los populares, el barullo que se ha formado con el anuncio de la disponibilidad de Alberto Ruiz-Gallardón a competir por la presidencia del Gobierno cuando le llegue su hora no será nada en comparación con los cuchillos que saldrán a relucir si, por una vez, el presidente del partido cumple su promesa. Ruiz-Gallardón actúa aquí al modo del héroe de una película del Oeste: dando la cara mientras los demás miden cada palmo del terreno.

Quizá ha desenfundado demasiado pronto; quizá ha dado por supuesto que manifestar tan nítidamente sus ambiciones le aportará un suplemento de votos en las próximas autonómicas. Pero una cosa es clara: la mayoría absoluta que en Madrid tiene al alcance de la mano será su mejor baza para mostrar a los espectadores que sin Aznar también se puede ganar, ¡y de qué modo!, una partida electoral.

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