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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Cero en pedagogía

MANTENER LA unidad del propio campo es fundamental cuando se está en guerra, pero no es incompatible con la posibilidad de discutir la mayor o menor adecuación de los medios empleados a los fines perseguidos. En el primer debate propiamente dicho que se celebra sobre la guerra de Kosovo en sede parlamentaria, Aznar se puso la venda antes de la herida: su insistencia en la necesidad de mantener la cohesión y unidad de los aliados "sin fisuras" fue una especie de escapulario para defenderse de las críticas de la oposición a la falta de transparencia del Gobierno, a su resistencia a comparecer ante el Parlamento y a explicar de manera pedagógica los aspectos más discutibles o impopulares de la iniciativa bélica de la OTAN, por una parte, y de los nuevos criterios estratégicos de la Alianza aprobados en Washington, por otra.Borrell enumeró algunas de las preguntas y dudas que inquietan a todos los ciudadanos, aquí y en los demás países: si la opción de la guerra había sido inevitable, si los bombardeos son un medio adecuado para hacer ceder a Milosevic, si sería necesaria una intervención terrestre, si se habían previsto las medidas adecuadas para hacer frente a la deportación masiva... A los 41 días del inicio de la ofensiva aliada hay motivos para esas preguntas sin que ello suponga alinearse contra la intervención misma. José Borrell, que hizo su mejor intervención parlamentaria desde que es candidato a la presidencia del Gobierno, reiteró su apoyo a lo fundamental de las resoluciones adoptadas en la cumbre de Washington y su respaldo a las decisiones del Gobierno. Pero reprochó a Aznar su terca resistencia a comparecer en el Parlamento para explicarse y buscar el consenso.

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La argumentación de Aznar fue la que podía haber expuesto la víspera de la ofensiva: Milosevic no nos deja otra opción. Pero hoy sabemos algunas cosas que entonces ignorábamos, o de las que no podíamos estar seguros: por ejemplo, la magnitud de la respuesta del dictador serbio, que se traduce en la deportación de unos 800.000 ciudadanos; los efectos, al menos contradictorios, de los bombardeos en la población serbia; el riesgo de desestabilización de otros países de la región; la dificultad de mantener el objetivo de una solución autonómica para Kosovo en una situación bélica; los riesgos para la paz mundial de decisiones en la zona a las que no esté asociada Rusia. Sólo este último problema parece haber sido plenamente interiorizado por Aznar. Sobre lo demás se limita a constatar los hechos, como si ellos no obligasen a reconsiderar, si no la iniciativa misma, la argumentación para defenderla.

La ampliación del área de actuación de la OTAN aprobada en Washington es coherente con la situación internacional actual. Pero habría requerido un reforzamiento, y no un debilitamiento, de los criterios de legitimidad: de las garantías contra decisiones arbitrarias. El argumento de Anguita de que se interviene selectivamente -sí en Kosovo, no en Kurdistán- puede ser oportunista, pero no le falta razón al advertir contra el riesgo de una OTAN autónoma respecto a la ONU. Una alianza militar autorreferencial, convertida en fuente de derecho, sería un paso atrás.

Aznar optó por minimizar la cuestión: la referencia a la Carta de la ONU es garantía suficiente, y, por lo demás, toda intervención requiere la unanimidad de los socios, todos ellos países democráticos. Sin embargo, sería iluso ignorar la asimetría de la relación entre Estados Unidos y el resto. Ello remite a la necesidad de reforzar el componente europeo de la Alianza. Tiene razón el presidente del Gobierno al considerar incoherente pedir mayor protagonismo europeo y a la vez oponerse al aumento del gasto en materia de defensa. Pero incluso esto lo dijo de manera indirecta, utilizando expresiones como esfuerzo tecnológico y otros eufemismos. Lo que no dijo al Parlamento es si él está dispuesto a asumir ese coste.

Por ello, al término del debate quedó la impresión de que el presidente del Gobierno había perdido la oportunidad de hacer partícipes a los ciudadanos de una realidad resistente a las simplificaciones de cafetería: ni defender la intervención contra el genocidio es ser un belicista ni expresar dudas sobre la adecuación de los medios a los fines significa apoyar a Milosevic. El Gobierno ha explicado las cosas tarde, mal y sin ganas. Y comparar su excursión publicitaria a Sigüenza, rodeado de cámaras de televisión, con la visita de algunos gobernantes europeos a Macedonia o Albania roza el ridículo.

Milosevic es un ventajista que aspira a dividir a los aliados. En un país con una opinión pública cautiva, él no tiene problemas de pedagogía. Pero eso no significa que la respuesta haya de ser simétrica.

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