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Tribuna
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Julio en el Sinaí

El presidente del Gobierno acudió ayer al Congreso para informar sobre el conflicto en los Balcanes y la reunión celebrada hace diez días por la OTAN con ocasión de su cincuentenario. A diferencia de la maniobra parlamentaria preparada por Aznar el pasado 30 de marzo para diluir los bombardeos contra Serbia dentro de una variopinta macedonia europea, en esta ocasión el orden del día dual era congruente: las decisiones adoptadas en Washington por la Alianza Atlántica daban respuesta a problemas planteados por las operaciones militares en suelo yugoslavo.Aznar recurrió otra vez al ardid reglamentario de convocar un pleno a su medida que impidiera a la oposición presentar mociones para ser votadas y a sus portavoces la posibilidad de disponer de un segundo turno de palabra. No era, ciertamente, el mejor día para que el presidente del Gobierno hablase del conflicto de los Balcanes sin temor a equivocarse: la liberación de los tres soldados estadounidenses tras la visita a Belgrado del reverendo Jackson y la entrevista de Clinton con Viktor Chernomirdin han abierto un estrecho resquicio de esperanza para un alto el fuego de la OTAN y una salida negociada con ayuda de Rusia. Las precauciones parlamentarias de Aznar frente a la guerra de Yugoslavia estaban aconsejadas hasta ahora por razones electorales, basadas en el temor a eventuales reacciones pacifistas de la sociedad española; el motivo de esa prudencia pudiera ser ahora el deseo de no quedarse colgado de la brocha del belicismo en el caso de que se produzca un viraje en la opinión pública norteamericana. Pese a los conmovedores esfuerzos del director del diario El Mundo para convencer a sus lectores de que Aznar ha formado una pareja de hecho con Clinton como socios de un excluyente Grupo de Contacto a Dos para dirigir las operaciones bélicas sobre Yugoslavia, el papel desempeñado por nuestro presidente del Gobierno en el proceso de toma de decisiones es igual de subalterno que el jugado por la mayoría de sus colegas de los restantes países socios de la OTAN.

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Se explica, así pues, que las cautelosas intervenciones de Aznar pusieran ayer tanta velas a Dios como al Diablo a fin de mantener abiertas todas las salidas imaginables. Los intentos de Borrell de cerrarle el mayor número de puertas posibles y censurarle de paso su opacidad informativa tropezaron con el muro ciego del privilegio reglamentario que concede al presidente del Gobierno la ventajista capacidad de decir la última palabra en una discusión y de clausurar los debates. La desafortunada broma de Borges sobre los abusos de la estadística en la vida pública podría ser aplicada -esta vez con razón- a la información comparada sobre comparecencias parlamentarias ofrecida ayer por Aznar para demostrar que es el presidente del Gobierno más diligente y aplicado no sólo de la historia de la democracia española sino de todo el mundo occidental.

Pero la mañana era de Anguita, que devolvió al hemiciclo los días de gloria de don Emilio Castelar: así como el pueblo de Moisés percibió en las faldas del Sinaí "los truenos y relámpagos, el sonido de la trompeta y la montaña humeante" (Exodo, 20, 18), los diputados tuvieron oportunidad de escuchar una de las más encendidas, autocomplacientes y demagógicas oraciones del tribuno de Fuengirola. El presidente del Gobierno señaló el error de las interpretaciones de Anguita sobre las tres cláusulas del referéndum de 1986, el artículo 63.3 de la Constitución y una resolución adoptada por el Congreso en 1995; "cuando uno se opone a todo", vino a concluir Aznar, "se termina por no tener razón en nada". Pero la crítica más feroz contra el coordinador de IU llegó desde la izquierda nacionalista y pacifista; emulando la furia con que la airada viuda de Manasés degolló en Betulia -según el apócrifo Libro de Judit- al general babilónico Holofernes, la diputada Rahola se lanzó en tromba contra Anguita para denunciar sus estomagantes pretensiones de poseer el monopolio de la bondad, la verdad y la honradez.

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