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La tentación del modelo americano

Joaquín Estefanía

Tras haber crecido ininterrumpidamente durante los últimos ocho años, la economía de Estados Unidos ha vuelto a asombrar al mundo en el primer trimestre del ejercicio en curso. Según los datos del Departamento de Comercio, el Producto Interior Bruto de ese país creció en el primer trimestre de 1999 un 4,5%, superior al 3,3% que se esperaba. Mientras las previsiones del resto del mundo desarrollado hechas por los organismos multilaterales tienden a la baja -Europa decepciona; Japón preocupa-, la de Estados Unidos va en el sentido contrario. Por lo que no deja de tener sentido la demanda del FMI, en su última asamblea en Washington, para que las grandes potencias económicas igualen sus ciclos económicos, y eviten los crecimientos asimétricos que pueden causar desajustes entre sus monedas (dólar, euro y yen).Algunos analistas han hecho, incluso, una ucronía: si el mundo no padeciese aún los efectos de la crisis financiera que comenzó en Asia, en el verano de 1997, y no hubiera guerra en la Europa de los Balcanes, el crecimiento de Estados Unidos hubiera llegado a un increible ¡7%!, tasa más familiar a los países tercermundistas (que arrancan de muy abajo) que a la de una de las superpotencias económicas. En ese periodo del primer trimestre, el consumo creció en EE UU casi un 7%. El dato más negativo de la coyuntura es una bajada del ahorro del 0,5%, el peor indicador desde inmediatamente después del final de la Segunda Guerra Mundial. Con tales cifras no es de extrañar la fascinación que a muchos produce el modelo americano. El excelente economista francés Jean Paul Fitoussi escribía el pasado fin de semana (Le Monde del 25/26 de abril) un artículo titulado precisamente La izquierda y la tentación del modelo americano. En él se describía cómo en la reciente reunión de los partidos socialistas europeos, celebrada en Milán, el ejemplo de Estados Unidos estaba presente en casi todos los discursos; los líderes socialistas tenían concepciones diferentes sobre las enseñanzas del mismo, pero fue el permanente punto de referencia. Claro que Fitoussi es renuente ante tal asombro acrítico: después de haberse convertido a la buena gestión, que implica que la prioridad sea en cualquier circunstancia la estabilidad de precios y el equilibrio presupuestario, incluso al coste de más paro, a la izquierda no le quedaba dar más que un paso: reconocer que la flexibilidad del mercado de trabajo es el único arma eficaz de lucha contra el desempleo.

El economista entiende que la experiencia de Estados Unidos puede ser resumida en dos elementos: el primero es la aceptación política y social de un grado creciente de desigualdad. Esta aceptación no es subrepticia sino que, por el contrario, está asumida plenamente como natural. El segundo elemento es que la sociedad americana no tolera el paro y que, en consecuencia, los gobiernos utilizan de modo masivo todos los instrumentos de la política económica cada vez que la coyuntura se debilita. Fitoussi cree que la ensoñación europea por el modelo americano está equivocada: se intenta importar el elemento más negativo (la desigualdad), sin tener en cuenta el positivo (la lucha contra el paro), difuminando aún más la idiosincrasia de la cohesión social europea.

El debate sobre las características del modelo americano, que desde estas mismas páginas ha demandado Luis de Sebastián, debe proseguir. No en vano, las perspectivas moderadamente optimistas que se han extendido en la asamblea del FMI tienen como protagonista a Estados Unidos. Como ha escrito alguien, si el mundo desease erigir un monumento al héroe de la batalla contra la depresión, el honor sería para el consumidor norteamericano desconocido: con un incremento de la demanda agregada del 5% en 1998 (el 4,25% en 1997), los consumidores e inversores de Estados Unidos generaron casi la mitad del incremento del total de la demanda mundial.

Quizá no fascinación, pero tampoco mirar para otro lado cuando se habla de la economía de Estados Unidos. Con sus luces y sus sombras.

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