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GUERRA EN YUGOSLAVIA

Un oportunista a la sombra de Milosevic

El poeta de la épica nacional ha girado como una veleta movido por su ansia de protagonismo político

En los años ochenta era uno de los compañeros de mesa más cotizados en el célebre restaurante de la Asociación de Escritores de Belgrado. Realmente era muy entretenido Vuk Draskovic allí, en aquel sótano del palacete decimonónico en el que tan cariñosamente atendía a su clientela el dueño, el viejo Ivo. Éste, que había tratado y servido a toda la intelectualidad y la clase política yugoslava, tuvo la suerte de morirse ya octogenario antes de la escalada de la orgía de sangre en los Balcanes. Vuk -o Vuchko para quienes le tenían cariño o no se lo tomaban tan en serio como él a sí mismo- se divertía también mucho comiendo y bebiendo, dictaminando sobre arte y literatura, sobre esa gran obsesión balcánica que es la historia o sus más absurdas distorsiones y, cómo no, sobre política.Ideológicamente, Vuk Draskovic ha sido un poco de todo a lo largo de su vida, poeta de la épica nacional, creyente con fervor, monárquico, entusiasta filoamericano y demócrata radical y revolucionario. Pero cualquiera que hubiera dicho frente a una botella de buen tinto de Vranac en aquel restaurante que acabaría como miembro de un Gobierno de Slobodan Milosevic habría sido tachado de loco y probablemente se habría llevado una bofetada del propio Vuk. En aquellos años y después, cuando en 1991 la policía de Milosevic le dio una paliza durante una manifestación que lo llevó al hospital y además detenido. Allí comenzó una huelga de hambre. Gracias a las presiones internacionales y a que Milosevic, por entonces, apretaba pero no ahorcaba a quienes le podían ser útiles en algún momento, salió en libertad. Su salida del hospital fue apoteósica. Una multitud lo recibió en la calle como mártir de la democracia y allí mismo se erigió en líder de gran parte de los sectores urbanos que querían poner fin en Serbia a un régimen que ya entonces era el único no afectado por las reformas democráticas que habían derrocado a todos los aparatos comunistas en el este de Europa.

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Pero su hora estelar habría de llegar cuando, con Zoran Djindjic y Vesna Pesic, Draskovic se erige en líder carismático de la oleada de manifestaciones diarias que durante el invierno de 1995/96, y convocadas en un principio para protestar por el muy evidente fraude electoral habido en la capital, se convierten en el primer gran reto popular al régimen de Milosevic. Durante tres meses, todos los días, decenas de miles, a veces centenares de miles de manifestantes serbios se juntaban en las calles de Belgrado y llegar a hacer tambalearse al régimen. Pero sólo a tambalearse. Y clave para la salvación del mismo fue el afán de protagonismo de Draskovic y sus enfrentamientos con Djindjic, menos carismático y fotogénico, pero tan oportunista y casi tan ególatra como el propio Vuk. Así se hundió el frente común opositor de Zajedno (Unidad) y quedaron desmovilizadas todas las fuerzas de la oposición Djindjic. La resignación y el fatalismo llevaron entonces a más miles de serbios universitarios y académicos y jóvenes matrimonios de profesionales a considerar que el país no tenía solución, que Milosevic seguiría para siempre y que la única opción razonable estaba en la emigración. Draskovic es por tanto no sólo uno de los máximos responsables de que la oposición civil a Milosevic fuera prácticamente eliminada del mapa político, sino también de la dramática fuga de muchos de aquellos que habrían estado destinados a hacer de Serbia una sociedad abierta que pudiera enfrentarse a las fuerzas mafioso-políticas de Milosevic.

No es poca responsabilidad para alguien al que se le humedecen los ojos al hablar de Serbia y que sin duda es mucho más nacionalista en el sentido clásico que el caudillo Milosevic, cuya nación es él mismo y su poder. Después del fracaso de Zajedno, el fiero anticomunista Draskovic, aún jaleado por la prensa anglosajona como alternativa democrática, comienza su acercamiento al régimen. Si no podía tomar el poder, era razonable dejarse tomar por aquél. Y así acaba a principios de 1998 entrando con su Partido para la Renovación Serbia (SPO) en un gobierno con Milosevic, con el partido paleocomunista de la mujer de éste, Mirjana Markovic, y con un fascista y dirigente de una banda de paramilitares asesinos como es Vojislav Seselj.

En la política sobre Kosovo y en la reflexión sobre todas las atrocidades que marcan la década de poder de Milosevic no hay mayor diferencia entre el jefe, Draskovic y Seselj. Pero hay una diferencia. Draskovic puede ser muchas veces un lunático, un místico o un fantoche. Pero no es un asesino aunque haya aguantado muy pacientemente en el Gabinete la compañía de varios y muy notorios. Y coraje no le falta. Las declaraciones de Draskovic esta semana en el canal de televisión de su obediencia, Studio B, en las que denunciaba que Milosevic y el régimen engañan a sus ciudadanos y rompía con las tesis oficiales sobre Kosovo requieren valor. De momento ha sido destituido fulminantemente de su cargo de viceprimer ministro federal yugoslavo. Y nadie que en las actuales circunstancias denuncie así las mentiras del régimen tiene garantizada en Belgrado su seguridad física. Aunque llegan un poco tarde, porque Milosevic no engaña hoy más de lo que lo hacía cuando Draskovic hacía tándem con el asesino Seselj como viceprimer ministro. Por eso, es difícil evitar la impresión de que Draskovic intenta bajarse del barco que se hunde y que quiere cambiar una vez más su estrategia para intentar erigirse en lo que sin duda es su vocación más íntima, en redentor. Es de esperar, por el bien de Serbia, que fracase. Ya ha tenido este pueblo demasiados redentores que lo han hundido en la miseria y lo que necesita ya, cuanto antes, es una clase política democrática que abra a sus ciudadanos la posibilidad de integrarse, liquidado Milosevic, en la Europa del siglo XXI.

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