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Invito yo (el potlatch vasco)

IMANOL ZUBERO En su clásico estudio de 1946 Patterns of Culture la antropóloga Ruth Benedict describe uno de los más sorprendentes comportamientos sociales que podamos imaginar: se trata del potlatch, practicado por los kwuakiutl, aborígenes de la Isla de Vancouver. Se trataba de una práctica en virtud de la cual se establecían entre los miembros destacados de dicho pueblo reñidas competiciones para dilucidar quién de ellos era capaz de ofrecer al conjunto de la tribu el festín más fastuoso, la más animada fiesta, los más suntuosos regalos. El objetivo del potlatch era mostrarse claramente más generoso que el rival. Invitar antes que ser invitado. Comportamientos similares pueden encontrarse en otros lugares, como es el caso de los llamados cultos cargo en la Melanesia y Nueva Guinea. Otro antropólogo, Marvin Harris, explica así el profundo sentido social de una práctica que, a primera vista, puede parecer contraria a todo cálculo racional: "Un jefe kwuakiutl nunca estaba satisfecho con el respeto que le dispensaban sus propios seguidores y jefes vecinos. Siempre estaba inseguro de su status. Por tanto, todo jefe se creía en la obligación de justificar y validar sus pretensiones a la jefatura, y la manera prescrita de hacerlo era celebrar potlatches. Estos eran ofrecidos por un jefe anfitrión y sus seguidores en honor de otro jefe, que asistía en calidad de huésped, y sus seguidores. El objeto del potlatch era mostrar que el jefe anfitrión tenía realmente derecho a su status y que era más magnánimo que el huésped. Los huéspedes menospreciaban lo que recibían y prometían dar a cambio un nuevo potlatch en el cual su propio jefe demostraría que era más importante que el anfitrión anterior, devolviendo cantidades todavía mayores de regalos de más valor". Estoy empezando a pensar (no es más que una hipótesis de trabajo) que por aquí puede empezar una fructífera indagación sobre la contradictoria fijación que la clase política vasca y sus respectivos equipos de intelectuales orgánicos tiene con la convocatoria de mesas de diálogo. Si me equivoco lo siento (al fin y al cabo, no es más que una hipótesis), pero dudo que exista en este país político de partido, político de foro, político de iglesia o político de movimiento social que, en uno u otro momento, no haya hecho pública su ceremoniosa invitación a todos los demás a sentarse en una mesa de diálogo y su disposición, en el caso de que su convite fuera aceptado, a sacrificarse personalmente flexibilizando sus posiciones. Estos días, al hilo de la empeñista propuesta del lehendakari Ibarretxe de convocar una nueva mesa de diálogo entre partidos que supere tanto Ajuria Enea como Lizarra, ha vuelto el rebullir de rechazos a la invitación, de aceptaciones a regañadientes, de invitaciones alternativas, de propuestas complementarias. No nos sentimos a gusto sentados en mesa ajena. Aunque nos traten bien. Es más: cuanto mejor nos traten los anfitriones más a disgusto acabamos por sentirnos, de manera que bien pronto empezamos a menospreciar la invitación y a pensar en la forma de devolver la invitación, eso sí, con creces. Tengo una amiga en Madrid que se parte de risa cada vez que me cuenta un chiste "de vascos" que le resulta especialmente cómico. Por cierto, me lo cuenta siempre que nos vemos. El chiste es, más o menos, así: un grupo de gente, entre los que hay un vasco, va de bar en bar; paga uno la ronda en el primer bar, paga otro en el segundo y así hasta que el grupo pasa por delante de un concesionario de coches Mercedes. Es entonces cuando el vasco hace parar a todo el grupo y dice: "Esta ronda la pago yo". Y es que una de las cosas que más sorprende a la gente que viene por aquí es la forma en que los vascos gustamos de invitar a otros en los bares. Invito yo; esta es la consigna. Como los kwakiutl de la Isla de Vancouver. ¿Cuántas pruebas más he de aportar para demostrar que estamos más cerca de Canadá que de Irlanda?

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