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Entrevista:

"Los mafiosos no trabajan"

El británico John Palmer, considerado por la prensa inglesa como el cerebro de uno de los mayores robos del siglo, intenta lavar su honor desde el sur de Tenerife.

No hay espejos en el despacho de John Palmer. Hay otras muchas cosas: un cocodrilo disecado con gafas de sol, una Harley Davidson sin estrenar, una fuente de mármol y cuatro cámaras de seguridad que vigilan por él. También hay fotografías. De su avión, de su helicóptero, de su yate, de su Jaguar deportivo y negro; de las afueras de Londres, donde nació, y de Tenerife, donde vive. Pero no hay espejos, ninguno. No está contento John Palmer con la imagen que le devuelven. La imagen de un mafioso muy astuto, cerebro del robo más importante de la historia de Gran Bretaña, mayor incluso que el del tren de Glasgow; un tipo duro, calculador, sin escrúpulos, capaz de ponerle un pijama de cemento a cualquiera que le tosa en contra. Ésta es la historia de John Palmer, en lucha contra su espejo. -¿Es usted un mafioso muy habilidoso o simplemente un hombre de negocios con mala fama?

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John Palmer, serio hasta entonces, entorna los ojos y sonríe. Se levanta, pasea por el despacho, revisa las cámaras de seguridad y vuelve al escritorio, donde se apilan un montón de documentos. Palmer, de 49 años, responde:

-Los mafiosos no trabajan... Debo ser un mafioso muy torpe.

Nunca había dejado John Palmer que un periodista husmeara en su mansión. Ni en España ni en el Reino Unido, donde pocos dudan de que fue él y otros compinches los que consiguieron, en 1983, apoderarse de un cargamento de tres toneladas de oro puro y diamantes valorado en 25 millones de libras esterlinas, unos 6.000 millones de pesetas. De madrugada, seis hombres enmascarados, armados con pistolas automáticas, rociaron con gasolina a los vigilantes de una empresa de seguridad muy próxima al aeropuerto de Heathrow, a las afueras de Londres. Si se movían, saldrían ardiendo. No movieron un párpado. Golpe perfecto. Palmer fue detenido y acusado de derretir el oro en una joyería de su propiedad. Igual que el oro fundido, él también perdió la memoria. Salió absuelto, libre, sin cargos, pero con una leyenda a cuestas de mafioso inteligente, de ladrón de guante blanco.

Scotland Yard nunca dejó de seguirle. "Día y noche los sentí detrás de mí. Registraron mi casa, investigaron mis cuentas, presionaron a mis amigos; no consiguieron nada y por eso siguen intentándolo. A través de la prensa sensacionalista inglesa se difunde cada primavera -justo antes de la temporada fuerte de verano- que en el sur de Tenerife vive John Palmer, el mafioso del robo del siglo, el enemigo público número uno. Me acusan de blanquear dinero, de maltratar a los turistas en mis complejos hoteleros".

La historia de Palmer tiene dos momentos cruciales, dos piruetas sin red que le salieron bien, gato que cae de pie donde los demás se estrellan. La primera vez fue a los 14 años. Abandonado por su padre, dejó el colegio y empezó a trabajar en la construcción, luego vendió parafina por las casas, más tarde especuló con piezas de chatarra y por fin consiguió despegar de la pobreza con los coches de segunda mano. Invirtió fuerte en el negocio de las joyerías. "La gente cree", se defiende, "que yo era un muerto de hambre y que con el robo del siglo me hice rico. Pero en 1983 ya tenía cinco joyerías y una fundición".

-¿Fue allí donde se derritieron los lingotes del robo?

-Admito que yo fundía oro para otras empresas. Pero de ahí a que participara en el golpe...

John Palmer, acosado por la prensa sensacionalista británica, por los investigadores de Scotland Yard y por los detectives de la empresa de seguros, deja Londres y se instala en el sur de Tenerife. Se produce la segunda pirueta. Palmer la ejecuta sin vértigo. De joyero a empresario turístico. Quince años fueron suficientes para hacerse con el negocio de la multipropiedad, una fórmula de hacer turismo muy aceptada en el Reino Unido -con una inversión media de un millón de pesetas se adquiere el derecho a pasar una semana al año en un apartamento compartido con otros 50 propietarios-.

Oleadas de turistas -más de 50.000 al año- son huéspedes de alguno de los siete complejos propiedad de Palmer y que incluyen apartamentos, restaurantes, boleras. Aunque ya es uno de los hombres más ricos de Inglaterra -se le calcula una fortuna superior a los 200 millones de libras-, a pesar de que viaja en su avión, pilota su helicóptero y posee una red de agencias de viajes en Rusia, Palmer sigue atormentado con su espejo.

El sol de Canarias, lejos de aclarar su imagen, proyecta unas sombras que oscurecen aún más su perfil. Nadie en Tenerife reconoce haberlo visto, pero todos admiten saber que vive en el sur y que se dedica a asuntos turbios. En voz baja -tal vez por el miedo, siempre por precaución- se cuenta la última hazaña de Palmer.

- Llegaron a decir que capturaba perros para comerciar con sus órganos, que traía niños huérfanos de Moscú para que hicieran de correos de la droga. Nunca conseguí que me aceptaran aquí.

Ahora se le quiere relacionar con la presunta trama de corrupción del PP en la isla. Se le acusa de sobornar a políticos, de ordenar a sus matones que ajusten las cuentas a quien no obedece sus consignas: "Nunca hice trato con un político. No los conozco. Me consideraron siempre un apestado. Nunca se pusieron al teléfono". Será porque a cierta edad los mafiosos se vuelven sentimentales, o porque John Palmer sólo es un hombre de negocios con mala fama...; el británico intenta ahora lavar su imagen, el honor de su familia. El jueves -no sin un esfuerzo que se advertía en sus gestos, en su intento por parecer amable- conversó con este periódico. Habló de su infancia, de su camino hacia la riqueza, de cómo le desprecian en lo más bajo -de donde viene- y en lo más alto -a donde ha llegado-. De su vida de desclasado. A veces, en los mejores restaurantes de Londres, se burlan de su acento inconfundible de los barrios bajos. Y otras veces, en las boleras de su vieja calle, lo ponen de vuelta y media por su sospechosa buena suerte.

Palmer pasea por su despacho. Tiene las manos grandes y un gesto severo que estalla a veces en una sonrisa de colegial. Habla con amargura del marcaje de Scotland Yard. Tiene sobre su mesa un informe -encargado por la policía británica a una auditora forense- donde aparecen todas sus empresas. Dentro de unos meses comparecerá ante un tribunal acusado de conspiración para cometer un fraude. Ha renunciado a sus abogados. Se defenderá él solo. Con su acento de los barrios bajos.

Palmer se apoya en su mesa, llena de papeles, y medita unos segundos antes de retar:

-¿Es ésta la mesa de un mafioso? Sí, debo ser un mafioso muy torpe.

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