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Contra esto y aquello

Ni con Milosevic ni con la OTAN o, lo que es igual, contra Milosevic y contra la OTAN: así podría resumirse la opinión más habitual entre los intelectuales que se expresan en nuestros medios de comunicación. Es raro encontrar tomas de posición contundentes, construidas a partir de un objetivo prioritario al que se subordina todo lo demás, como la de Alain Touraine cuando titula un artículo: "Hay que acabar con Milosevic"; o, por el lado contrario, la de Edward Said cuando propone "hacer frente al matón americano". Entre nosotros, lo que más abunda es la doble negación: ni con uno ni con otro; como si se dijera: el serbio es un genocida, pero la OTAN es culpable de crímenes de guerra. Es una práctica que viene de lejos, del mismo momento en que los intelectuales saltaron a escena hacia finales del siglo pasado. El más gritón de todos ellos, el que tanto gustaba de parecer paradójico, Miguel de Unamuno, alardeaba de estar "contra esto y aquello": contra el militarismo, pero también contra el antimilitarismo. Elegante distancia de una posición y de su contraria, que resultaría imposible si no se creyera habitar una región del pensamiento o poseer una moral más depurada. Es, por lo demás, algo propio de la condición del intelectual al viejo estilo denunciar los errores, las chapucerías o las maldades de todos los demás mientras se afirma la superioridad de una ilusoria posición filosófico-moral.

Pero lo que entre intelectuales pasa por ser motivo de distinción, es inadmisible como acción de gobierno: cuando se está contra esto y aquello es que se carece de política propia, que se está a verlas venir. Y en esa situación resulta imposible establecer una fluida comunicación con el público. Por no saber dónde está, se priva a los ciudadanos de las claves políticas que permitan formular un juicio, y no sólo manifestar una emoción, ante la vista de ciudades reventadas o de muchedumbres desterradas. En los sistemas democráticos, en los que las acciones de los gobiernos deben contar con el apoyo de la mayoría, esta manera de enfrentarse a un conflicto desarma políticamente a la opinión, la neutraliza como factor de la toma de decisiones y la deja al vaivén de las últimas imágenes recibidas.

Tal vez con su conducta, lo que pretenda el Gobierno sea hacerse el cuco y mantener expeditas todas las salidas: si la cosa va bien, allí estábamos nosotros; si va mal, otros son los culpables, Solana, por ejemplo. Haciéndose estas cuentas, la mejor táctica es hablar lo menos posible. Ya ocurrió hace un mes, cuando el presidente faltó a su obligación de informar a la opinión de que aviones españoles participaban en los bombardeos. Ahora, en esta semana, cuando el Gobierno de Yugoslavia culmina la limpieza étnica de Kosovo y la OTAN bombardea objetivos civiles, el presidente Aznar, encerrado en su despacho, deja a sus ministros el cuidado de hablar balbuciente o alegóricamente de la guerra. En lugar de hacer política y buscar un consenso parlamentario, el presidente no ha pasado de una torpe politiquería para evitar el imprescindible debate con la oposición sobre el más grave asunto al que Europa se enfrenta desde 1945.

El problema se agrava porque esta guerra sólo puede tener ya una meta precisa: el retorno de los albanokosovares a sus tierras. Si el Gobierno comparte este objetivo, no estará lejos el día en que soldados españoles, integrados en una fuerza de intervención, entren en Kosovo. La imagen idílica del soldado en labores humanitarias, levantando tiendas, repartiendo comidas, puede trastocarse en poco tiempo por la del soldado al asalto de trincheras. Esos soldados, porque vienen de democracias, necesitarán el apoyo de la opinión pública, deberán saber para qué están allí, en nombre de qué y con qué fines los dirigentes políticos de su país los envían al combate. Tal vez entonces nuestros gobernantes pagarán el precio de entrar en una guerra sin haber dado antes la cara en un Parlamento.

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