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Vuelve Dios

Durante 12 años yo fui a un colegio de educación religiosa ubicado en el barrio de Chamartín, cuya presencia física se imponía dominando un frondoso jardín de altísimos árboles que se extendía sobre un amplio y privilegiado horizonte residencial. Con el paso del tiempo, el colegio se ha ido haciendo paulatinamente más pequeño, perdiendo terreno verde, piscina y pistas de deporte, ha sido cercado por varias autopistas, y se ha quedado muy bajito, sometido por el avance imbatible de varios edificios inteligentes de verdad que podrían, desde su altura de aluminio y cristal, literalmente aplastarlo como se aplasta de un pisotón un insecto cuya presencia ni siquiera es visible (idea que a estas alturas puede producirme una incierta nostalgia, pero que entonces nos hubiera llenado de cierto regocijo). El caso es que en ese colegio nos inculcaron en la más tierna infancia la creencia incontestable de que Dios estaba en todas todas partes, que te veía todo todo el rato, que sabía todo todo lo que estabas haciendo y diciendo siempre. Y no sólo eso; lo peor, aquello de lo que en modo alguno podrías sustraerte: Dios sabía todo todo lo que estabas pensando, digamos que leía, que oía todo todo tu pensamiento. No puedo concebir mayor tortura psicológica, porque, hasta que me di cuenta de que de lo que yo pensaba no podía enterarse ni Dios, me vi sometida a una permanente vigilancia interpuesta entre mi díscola cabeza y el gigantesco ojo, la inconmensurable oreja divina. Era aterrador: yo estaba tan tranquila en mi ensimismamiento o tan entretenida en mis fantasías y de repente me acordaba de que Dios estaba dentro de mí, ensimismado, dentro de mí, liado con mi imaginación. Y justo entonces, justo cuando Dios se colaba sin permiso ni aviso en mi frágil cabecita, aparecían a borbotones, imparables, altisonantes como una carcajada, todas las palabrotas que me sabía y algunas otras que me dejaban perpleja y horrorizada por su novedad. Y entonces comenzaba una lucha demasiado terrible para una niña: dos voces dialogando en un mismo pensamiento, contrarias, enemigas, esquizoides: la buena suplicando perdón a Dios y la mala insultándole; la buena intentando convencer a Dios de que ella no quería decir eso, de que lo que decía la mala no era cierto; la buena, con un hilo de voz pensada, ordenando a la subversiva, recreándose bronca, que se callara. No puedo concebir mayor fascismo que el que te erige en tu propio represor, en el controlador de lo más incontrolable, que es tu pensamiento. Afortunadamente, más adelante supe de la existencia del subconsciente, del inconsciente, del monólogo interior y del flujo de conciencia, descubriendo con alivio que aquella insoportable y condenatoria sarta de tacos no pasaba de la categoría de un recurso literario. Para entonces, ya me había olvidado de Dios.

Pero hete aquí que Dios ha vuelto. Como es lógico, sus manifestaciones se han adaptado al progreso del mundo y Dios ha vuelto no ya como una compañía invisible e intangible aunque omnipresente, sino revestido de alta tecnología, asumiendo la forma y el tamaño de una videocámara policial. Ahora puedo yo ir por la vía pública madrileña paseando, tranquila y ensimismada o entretenida con unas fantasías que tan sólo han conseguido desde la infancia cambiar de naturaleza, y penetrar con despiste en una zona vigilada. En un radio de 500 metros, pueden ser legalmente grabados todos todos mis movimientos, todos todos mis sonidos (¿?). Es angustioso saber que te pueden pillar, como Dios, hecha una zarrapastrosa, saber que puede resultar sospechosa, como a Dios, esa solitaria risita que se te escapa porque te has acordado de algo muy gracioso. Eso sí, el día que te has arreglado, que eres consciente de que te has puesto monísima, puedes hacer un recorrido de videocámaras policiales por la vía pública, para darles qué hacer. Así que me parece una excelente medida para narcisistas y exhibicionistas, y que abre morbosas expectativas en las relaciones virtuales, básicamente para aquellos en cuyas inconfesables fantasías intervienen sujetos de uniforme. Porque en lo que a la seguridad pública se refiere tales videocámaras resultan de una sofisticación innecesaria: bastaría con que los cuerpos de seguridad se pasaran, por ejemplo, por la plaza de Chueca y se llevaran a esa pandilla de seis o siete impresentables cuya imagen y sonido conoce todo Dios, incluida la policía.

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