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FERIA DE ABRIL

Un toro devuelto porque sí

Al tercer toro, único con trapío y fortaleza de la corrida, el presidente lo mandó al corral porque sí. Nadie sabía la razón y se constituyó una comisión rogatoria para preguntárselo. Había tiempo pues al toro no le daba la gana regresar al corral. Debió sentirse ofendido. Eso de que le echen a uno con cajas destempladas, con aquel cuerpo serrano capricho de las vacas que lucía, y de haber estado embistiendo brioso, y de tomar tres varas supinas, y de amagar la cuarta, y de no caerse ni una vez, constituye una afrenta intolerable, un atentado a la dignidad bovina. Se entera la OTAN y bombardea el palco. Hubo protestas inconcretas e inconexas. Como el toro tomó con genio los valientes capotazos con que le había saludado Morante de la Puebla, y ése es comportamiento inusual en el ganado que hoy se lleva, algunos listos se pusieron a especular: que si salió cojo, que si estaba tuerto, que si se había vuelto sordo. O sea que lo ponían verde. Y cada sugerencia promovía alguna tímida manifestación de protesta. Y entonces fue el presidente y devolvió el toro al corral.

Ruiz / Mora, Tomás, Morante

Cinco toros de Daniel Ruiz (tres fueron rechazados en el reconocimiento); tercero, devuelto -único, además del sexto, con presencia y también fuerza-, inexplicablemente; resto, sin trapío, inválidos y descastados. Sobreros de Antonio Ordóñez, sin trapío; primero, devuelto por inválido total; segundo, igual de inválido, pero no devuelto. Juan Mora: pinchazo y otro hondo (silencio); estocada ladeada y rueda de peones (silencio). José Tomás: tres pinchazos -aviso-, otros tres pinchazos y dos descabellos (silencio); estocada (aplausos y sale a saludar a los medios). Morante de la Puebla: estocada corta (palmas); estocada (aplausos y saludos).Plaza de la Maestranza, 21 de abril. 12ª corrida de feria. Lleno.

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Lo de tuerto hizo mayor fortuna en los movimientos especulativos pero les contradecía la evidencia. El toro tenía vista de lince. El toro lo veía todo. El toro lo primero que vio fue a Curro Romero. Le bastó con echar una mirada al tendido y lo encontró de inmediato en una tercera fila, acompañado de su mujer, intentando ocultarse tras unas hermosas gafas de cristales negro-noche, ideales para vender cupones.

No se saludaron pues no habían sido presentados. Mas el toro tomó nota. Y en menos tiempo del que dura un mujido se hizo cargo del estado de la cuestión: ahí el Farón de Camas, acá el joven Morante, aquella la cuadrilla y sus bregas, acullá el individuo del castoreño, vara en ristre, que viene con las del beri.

Tres varas tomó el señor toro, las últimas por su cuenta, y el peonaje le cortaba el camino para que no se arrancase a la cuarta cuando apareció en el palco el pañuelo verde.

A lo mejor el presidente pensó que así no es. Que la fiesta actual no admite toros enteros y verdaderos sino borregos descastados y febles. Y se puso en línea. Y todo cuanto salió de los chiqueros tuvo esta condición. El presidente de la Maestranza, igual ese que sus colegas, tiene una identificación plena con los taurinos, sus teorías, sus borregos.

Al sobrero de Antonio Ordóñez, que estaba tullido y lo protestó con indignación el público, tardó más en devolverlo. El segundo sobrero padecía la misma invalidez pero ya se quedó, no por nada sino porque se llevaban corridos sólo dos borregos y ya iba hora y media de función. Morante de la Puebla lo muleteó afanoso, intercalando alguna pincelada torera.

El toro ha empezado a no importar a casi nadie en la Maestranza. Esta plaza cargada de historia, que tenía a gala medir con exquisitez la armoniosa presencia de los toros y su encastada bravura, se ha vuelto indiferente y aplaudidora. A semejanza de otros cosos de menor raigambre lo que aquí importa es que los banderilleros prendan palos, allá penas dónde; que los toreros peguen pases, no interesa cómo.

Juan Mora los dio adoptando aires pintureros que no podían disimular la vulgaridad y la destemplanza de su ejecución. Morante se fajó con el descastado sexto exprimiéndole las escasas embestidas mediante naturales y derechazos de arrojada porfía y un aderezo de pases de pecho, kikirikíes o trincherillas, sin que finalmente nada de eso tuviera lucimiento porque el arte de torear, con una burra, ni excita el gusto ni da color.

José Tomás se ponía prosopopéyico. Juntas las zapatillas la mayoría de las veces -habrá quien diga en posición de firmes- hizo un inconcluso quite capote a la espalda; luego faenas tesoneras de monótono espesor ensayando la suerte natural y la contraria, a derecha y a izquierda, sin que lograra, pese a la indudable voluntad, ni acoplamiento ni reunión; ni templanza ni hondura. A su primer toro lo mató a la última y escuchó un aviso. A su segundo, a la primera, lo que le valió unos tenues aplausos de comprensión, y tuvo la ocurrencia de irse a recibirlos a los puros medios, montera en mano, cual si la Maestranza se hubiera vuelta loca de entusiasmo. Pero no estaba loca de entusiasmo la Maestranza, sino harta de los borregos, de los inválidos, de los pegapases, de los presidentes absurdos, de las corridas que no se acaban nunca, de ese insufrible aburrimiento.

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