¿Bajo la sombra, puede Unió ver el tren? ANTONI PUIGVERD
Es imposible que la sombra de las irregulares subvenciones del Departamento de Trabajo se convierta en un gran escándalo político. Lo sabemos por experiencia: nunca nada de lo que se escribe o denuncia sobre el Gobierno de Pujol pasa a mayores. Los periodistas son muy prudentes siempre que se refieren a los supuestos casos de mangoneo en el ámbito de la Generalitat. Los rivales políticos son generalmente amables o tienen, como es el caso de los socialistas, grabado en la piel de su historia reciente un deprimente tatuaje, regalo de sus primos españoles. Los jueces y fiscales, por su parte, debieron de agotar su dureza en aquellos ya lejanos tiempos de Banca Catalana. Este caso, el de Banca Catalana, fue resuelto en unos años en que la clase política era muy respetada, casi reverenciada. Políticos y periodistas trabajaban en franca armonía, entonces, para fortalecer al bebé democrático. En aquel contexto, la furibunda reacción del pujolismo dejó pasmado a todo el mundo en Cataluña. De ahí arranca la confusión que Pujol tan bien ha manejado entre la patria y lo propio, entre Cataluña y CiU. De aquel pasmo y de aquella furibundez (que consiguió gran apoyo popular) llegaron esos modos: la extrema prudencia de unos, el miedo de otros a ser señalados como apestados botiflers y, naturalmente, la tranquila digestión de los gobiernos de Pujol. No hace mucho, cuando los dirigentes socialistas se reunían, patéticamente, con algunos miles de ruidosos militantes frente a la prisión de Guadalajara para arropar a Barrionuevo y Vera, un mandamás de CDC se permitió el lujo de ironizar sobre el carácter poco democrático de estos actos. Nadie, que yo sepa, le recordó al resabiado convergente las ominosas escenas que las masas enfervorizadas, reunidas frente al Parlament, protagonizaron al paso de los líderes socialistas catalanes, los cuales, con años de lucha clandestina a sus espaldas, tuvieron que soportar repugnantes y peligrosas escenas de odio y escarnio. Josep Ramoneda explica, refiriéndose a los escándalos del PP, que mientras esté Aznar en la curva ascendente, no sentirán los ciudadanos deseos de tomarse en serio las acusaciones. El argumento es impecable y, sin embargo, no hay manera de aplicarlo al Gobierno catalán, el cual, después de casi veinte años, y habiendo hastiado a una importante porción de ciudadanos, continua toreando sin apenas esfuerzo las acusaciones que, con o sin pruebas, los adversarios y los periodistas menos dóciles de vez en cuando logran trasladar, no sin gran esfuerzo, a la opinión pública. Podría ser que el caso Banca Catalana le sirviera de vacuna a Pujol. Le llegó con tanta antelación respecto a los casos que derribaron al PSOE que, lejos de perjudicarle, le inmunizó para siempre. En fin. A pesar de lo dicho, no escribo este papel para adherirme a la cantinela anticorrupción. Desearía, claro está, que en Cataluña existiera algún tipo de filtro regulador para evitar los abusos, chollos y mangoneos de los que se habla, más en privado que en público, pero me asquea, francamente, la política convertida en una versión refinada y obsesiva de la moral del chivato. Llegará un momento, si no ha llegado ya, en que un político, mientras esté limpio de polvo y paja, será considerado un campeón de la cosa pública, aunque sea ganso, holgazán, sobón, negligente, apático y tonto de remate. No pretendía, pues, añadir humo a la sombra que se cierne sobre las subvenciones del Departamento de Trabajo, sino más bien aprovechar la ocasión para escribir algo sobre Unió. Si hay un partido históricamente interesante en Cataluña, es éste, sin duda: Unió Democrática. Por su ejemplar colocación en los años más tristes de nuestro siglo, cuando la guerra civil separó a la gente en dos irreductibles bandos. Unió se mantuvo fiel a la república y a la autonomía, pero muchos de sus miembros fueron perseguidos por católicos o por burgueses (en especial los chicos que, organizados en la Federación de Jóvenes Cristianos, militaban en el catolicismo social, heredero de las encíclicas del papa León XIII). Edificante apólogo moral es el caso del líder Carrasco i Formiguera, cuyos esfuerzos para salvar de los extremistas de izquierda a muchos perseguidos le costaron a él mismo la persecución en Cataluña. En plena huida, ya en aguas internacionales, fue detenido y hecho preso por los franquistas, que le fusilaron en Burgos en 1938. De un partido con esta bella tradición de dolorosa y modélica bisagra ideológica, uno ha estado esperando mucho durante todos estos años que llevamos de recuperación democrática. Cierto: no cesan, frecuentemente por parte de su socio, los rumores de un uso excesivamente patrimonial de la cuota de poder que Unió posee. Pero no es menos cierto que los algodones con que este partido ha moderado algunos desagradables radicalismos convergentes no han faltado. Algodones colocados con gran discreción, como es propio de Duran Lleida, un táctico notabilísimo que ha conseguido dotar a Unió de una gran fuerza a pesar de su cristalina fragilidad. Ha sido ésta una operación de exquisita finezza italiana, pero de uso y consumo interno (al menos hasta el momento). Sólo durante un pequeño y añorado lapso de gobierno supo Unió situarse a la solemne altura de su ejemplar historia: cuando Joan Rigol creó un consejo asesor de intelectuales catalanes, con emblemática representación de escritores y pensadores en lengua castellana, asumiendo el papel simbólico que la cultura ha tenido en Cataluña y defendiendo, consecuentemente, que la lengua catalana no podía ser -como con Cahner o con Pujals ha sido- un instrumento de batalla sino, al contrario, un valor común para el encuentro. Tres innovadores líderes europeos, Prodi, Blair y D"Alema, asumiendo la infertilidad y la parálisis de sus respectivos modelos políticos, han traspasado la frontera mental que separaba (que enfrentaba) las tres clásicas formas del pensamiento social europeo: el socialcristianismo, la socialdemocracia y el comunismo occidental. Desde el fracaso del comunismo oriental, el darwinismo del sistema capitalista, que abandona a su suerte a los débiles, aparece como el único sistema viable. Frente a esta especie de fatalidad, parece de sentido común la confluencia de la pietas cristiana y del laicismo solidario. Se trata de casar estas dos culturas distintas para hacer compatible el sistema de mercado con la protección de los débiles. Para dar una respuesta cultural a la implacable lógica del lobo. No es un camino fácil, aunque es enormemente sugestivo. En Italia, con altibajos, lo están ensayando y, aunque no son éstos tiempos para la lírica, no suena nada mal lo que interpretan. ¿Dejarán pasar esta interesante confluencia de vías los más fieles representantes de la honorable tradición de Unió? ¿Dejarán que el tren marche sin ellos por causa de su moderna afición al tacticismo?
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