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Tribuna
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Jamón y taxis

Elvira Lindo

A Federico Fellini también le quisieron en Hollywood, pero él nunca se agachó a besar los pies de los directores americanos, ni tuvo la necesidad de subirse por los asientos del Dorothy Chandler para hacerle saber al mundo que estaba encantado de ser el bufón de la gran noche. Si la imponente presencia de Fellini se hubiera subido en un asiento, todas las estrellas escuálidas de Hollywood habrían corrido despavoridas hacia un rincón de la sala, porque, como Eolo, con un soplo que les hubiera dado de su talento les habría expulsado del paraíso de los verdaderos artistas. Fellini podría haber hecho películas en Hollywood pero no se dejó camelar por la idea. A esto respondía muy sensatamente diciendo: -No podría hacer películas fuera de Italia. Roma es mi territorio, es el sitio donde sé cómo hablan las putas y los taxistas.

A Fellini le conocían todos los taxistas romanos, y si alguna vez llovía y no encontraba taxis, paraba un coche cualquiera, y hacía como que se había confundido. El conductor miraba a aquel hombre con cabeza de emperador y le decía: "Pues claro, señor Fellini, dígame dónde va que le acerco".

Cuando uno tiene el convencimiento de que nunca podrá llegar a ser ni la sombra del talento de Fellini, el único consuelo que queda es imitarle en las cosas banales, y hace tiempo que me propuse, a modo de experiencia felliniana, conocer a todos los taxistas de Madrid. Claro que siendo sincera es una afición que tengo mucho antes de que Fellini entrara en mi vida. Ya antes de la cinefilia, en mis tiempos de instituto, me rascaba los bolsillos y los de mis progenitores para pillarme un taxi de vez en cuando. Dicen que a los gitanos del Polígono de Sevilla, más llamado Polígamo, se les nota que han ganado un dinero cuando compran un jamón y se suben a un taxi. Pues eso, yo lo mismo, en las épocas de escasez: jamón y taxi, que consuela mucho.

A los intelectuales les gusta mucho hablar de los taxistas, de que llevan la información deportiva a tope, de que se fuman tres puros en el trayecto, y de que son muy de derechas. Pero de repente ocurren cosas sorprendentes: el otro día Antonio Muñoz Molina se montó en un taxi y el taxista le reconoció y le celebró sus artículos, pero lo curioso fue que le dijo: "Las personas de izquierdas no hablan en los taxis; sólo nos hablan los fachas, a gritos, echando pestes de cómo está España". Hay taxistas que deberían ocupar el sitio de algunos contertulios. En ocasiones es mejor no ser reconocido. Cuenta Haro Tecglen que alguna vez que ha tomado un taxi para ir a EL PAÍS, el taxista, de otra cuerda que el periódico, ha empezado a despotricar contra todo aquello que le sonara a rojo, y Haro, con su voz tenue, de aparente sosiego espiritual, ha aclarado: "Bueno, yo es que soy el capellán del Grupo". El taxista, impresionado, mira por el espejo retrovisor y cambia el tono: "Ah, y ¿les confiesa?". "Si me lo piden, sí".

A mí una vez se me durmió un taxista. No en los brazos, afortunadamente. Eran las tres de la madrugada y yo iba en el asiento de atrás. Había notado, claro, que en cada semáforo el hombre se echaba una cabezadita. No me atreví a afearle la actitud porque a saber. El caso es que entramos en mi barrio de entonces, en Moratalaz, tan despacio como si fuéramos andando. En una de esas cabezadas el taxista hincó el cuello sobre el pecho y cogió el sueño profundo, el de verdad, el sueño Delta. Y no quise molestar. Ahí lo dejé dormidito. Me bajé del taxi y eché a correr a mi casa.

El otro día me llevó una taxista. Aguantamos un atasco y una pirula que nos hizo el conductor de delante. La mujer aguantó sin hacer un mal comentario. Llevaba la radio baja. El taxi olía a limpio. Estuvimos intercambiando por favores y muchas gracias todo el trayecto. Pensé que estaba en otro país y en otra ciudad. Y no es orgullo de género pero he decir que las señoras taxistas deberían dar unas cuantas lecciones de serenidad a sus compañeros. Se agradece.

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Debo de ser de las pocas personas a las que les gusta hablar con los taxistas. Yo veo su luz verde y me excito. Hace poco un taxista me regaló uno de esos carteles que ponen en el parabrisas para indicar el barrio al que van. El cartel ponía un lado: "Carabanchel", y por el otro, "Libre". Lo miro y siento un fugaz destello de felicidad. No exagero si digo que me dan ganas de alzar el brazo.

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Sobre la firma

Elvira Lindo
Es escritora y guionista. Trabajó en RNE toda la década de los 80. Ganó el Premio Nacional de Literatura Infantil y Juvenil por 'Los Trapos Sucios' y el Biblioteca Breve por 'Una palabra tuya'. Otras novelas suyas son: 'Lo que me queda por vivir' y 'A corazón abierto'. Su último libro es 'En la boca del lobo'. Colabora en EL PAÍS y la Cadena SER.

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