Las víctimas más silenciosas
Al menos medio millar de niños llegan a los campamentos sin padres
Son víctimas y testigos silenciosos de la violencia. Algunos tan jóvenes que incluso todavía no han aprendido las palabras para contar lo que han sufrido. O sencillamente prefieren no recordarlo y han decidido negarlo. Dentro del éxodo albanokosovar que en las últimas semanas ocurre en los Balcanes, cerca de 500 niños permanecen perdidos. A Jehona Alija la rescataron los soldados británicos de la OTAN del vertedero humano en que, durante casi una semana, se convirtieron los barrancos de Blace, en la frontera entre la región yugoslava de Kosovo y la República de Macedonia. Sin levantar apenas medio metro del suelo, y con tan sólo cinco años, arrastraba su soledad entre los excrementos y la basura creada por el hacinamiento de cerca de los 50.000 deportados que vomitó sobre suelo macedonio el régimen de Milosevic.
Estaba en tierra de nadie, en la tierra en que se convirtieron los campos existentes junto a la vía férrea que los serbios utilizaron a principios de este mes para deportar a los albaneses de Kosovo. Aun así, en medio del hambre, del frío y de la muerte, Jehona ni siquiera lloraba. Tampoco hablaba. Apenas lo hace ahora. Sólo repite como una autómata un gesto: apretar la mano de una muñeca mugrienta que al hacerlo exclama en inglés la palabra "mamá". Fue un regalo de los soldados aliados cuando la rescataron de Blace para transportarla hasta el campo de refugiados de Stankovic I.
La difícil búsqueda
En ese lugar, Jehona siguió un ritual por el que hasta el momento han podido pasar 500 niños menores de 18 años. Pero en esta guerra, las cifras vuelven a perder la batalla. "Podrían ser muchos más, no sabemos los que hay perdidos sin sus familias en el interior de Kosovo, vagando por las montañas", aseguraba el pasado domingo Leigh Daynes, portavoz de la organización británica Save the Children. Junto al Comité Internacional de la Cruz Roja (CICR), que es quien intenta llevar el registro de los niños que se encuentran solos y de los padres que los reclaman, es la única organización que trabaja en la búsqueda de los menores en Stankovic I. Pero los menores de 12 años casi nunca se quedan abandonados. Siempre hay una familia en el campo de deportados que decide adoptarlos. Éste es el caso de Jehona. Con un pelo muy corto ( en los campos casi todos los niños lo tienen como señal de que los piojos ya pasaron por su cabeza), Jehona intenta esconder la cara en el regazo de su nueva madre. A sus 27 años, Fatmire Cecelia se ha agarrado a su nueva hija como si la vida le fuera en ello. Y puede que así sea. Su caso es el inverso.
En algún lugar de Kosovo, de Albania o de Macedonia se encuentran sus dos hijos, de tres y seis años. Todavía se culpa y se golpea el pecho al recordar su tragedia. Perdió a sus pequeños por intentar protegerlos. Cuando llevaban más de siete días de peregrinaje bajo la lluvia y la nieve por tierras kosovares y ya se divisaba la ansiada frontera, aceptó la amabilidad de una mujer que le ofreció el interior de su coche para que los niños no pasaran más frío. ¿Por qué no iba a aceptar? Fatmire y su familia (lo que aquí casi nunca supone menos de ocho miembros) viajaban en un destartalado tractor. En la larga columna de coches y remolques tirados por mulas que serpenteaban por la carretera, desde el interior de Kosovo, hasta rozar ya el paso fronterizo, el vehículo con los hijos de Fatmire no se alejaba más de 50 metros.
Caos en la frontera
Pero, una vez más, el caos volvió a adueñarse de las vidas de los últimos sin tierra que ha visto este fin de siglo. Entre empujones y culatazos, los policías serbios pusieron en práctica su efectiva limpieza étnica y decidieron abrir la frontera. Una riada de vehículos pasó a Macedonia. Excepto el que cobijaba a los hijos de Fatmire, al que no le dio tiempo a cruzar. Al día siguiente, el 8 de abril, los serbios cerraron la frontera. Los hijos de Fatmire quedaron tras ella. Desde entonces, su única esperanza es que, tras las nuevas deportaciones, estén en alguno de los cinco campos macedonios, ya desbordados al acoger a cerca de 70.000 personas. Por eso, religiosamente, cada mañana se acerca al centro de inscripción del CICR y repasa con el dedo uno por uno los nombres que exhibe una lista de niños perdidos colgada en un improvisado tablón de anuncios. De su mano lleva a su nueva hija.
Más tarde, un hombre con cara de haber trabajado más horas de la cuenta saldrá del barracón del CICR y añadirá un nuevo nombre a la lista: Zogitani Selatin. O lo que es lo mismo, un niño perdido y una infancia negada en un campo de refugiados a los siete años.
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