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Tribuna
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Retengo en mi memoria el encuentro entre Pinochet y Margaret Thatcher, en Londres, en la mansión donde Pinochet ha envejecido como rehén de la conciencia democrática del mundo. La truculenta Dama de hierro, capaz de relamerse las fauces después de haber engullido a centenares de soldaditos argentinos o de pisotear como a hormigas la tenaz marcha de la clase obrera inglesa desde el siglo XIX, elogiaba ante la cámara de televisión al sanguinario general que tanto le había ayudado a machacar argentinos y a desalojar a la izquierda global de las posiciones alcanzadas en los años sesenta. Estudiándose, valorándose con ojillos de alimañas que se reconocen como tales, pensando lo que piensan las cucarachas de sí mismas, que son hermosas, e inaugurando un género de visitas sin precedentes: la de terminators recordando aquellos años de impunidad, el uno por la fuerza militar, la otra con la alianza de las capas medias asustadas por el grado cero del desarrollo y la crisis mundial de los setenta. Los dos formaban parte del mismo frente de la guerra fría, el uno con las manos sucias, la otra con ese limpio más limpio que presta el matar con decretos, palabras y violencias estructurales. A quien recuerde el Reino Unido de Harold Wilson, inventor de la minifalda y de los Beatles, y lo compare con el Reino Unido culturalmente calcinado que dejó la Thatcher, le llegará la súbita iluminación de que hay diversas formas de genocidio. Observando la dramaturgia del encuentro entre monstruos, eché en falta algunos defectos de ritmo y atrezzo, porque así como la Thatcher apareció activa y besucona, el general se dejaba querer recelosamente, como si no pudiera creer tanto elogio. Y a los dos les faltaba el detalle de dos gotitas de sangre colgantes de los colmillos y una calaverita de argentino, amuleto entre los pechos.

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