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Nosotros, los intelectuales JAVIER CERCAS

Javier Cercas

Hace mucho tiempo, en un programa de televisión de mi adolescencia, oí a Ana Belén empezar sus respuestas a un entrevistador con estas palabras: "Porque nosotros, los intelectuales...". Pegué un respingo, porque por algún motivo intuí que acababa de asistir a un hecho histórico: la firma del acta de defunción de la figura del intelectual; también me juré que, cuando fuera mayor, procuraría no darle motivos a nadie para que me incluyese en esa categoría. Ahora, 20 años después, ya sé que la mayoría de la gente de mi edad, oyera o no a Ana Belén aquel día, se hizo un propósito parecido; también sé que aquella borrosa intuición era acertada y que el intelectual, al menos tal y como se le ha concebido durante un siglo, ha pasado a mejor vida. Quizá merecía un final menos triste, aunque sólo fuera para ser fiel a su luminoso principio. Éste se remonta a finales del siglo pasado, pero sus orígenes pueden rastrearse en los orígenes mismos de la modernidad. Porque cuando en 1764 Kant afirma que una de las condiciones de la Ilustración consiste en que el individuo pueda hacer un uso público de la razón, entendiendo por uso público "aquel que, en calidad de maestro, se puede hacer ante el gran público del mundo de lectores", lo que está haciendo es definir la función del philosophe, que no es más que el antecesor directo del intelectual, quien aparece, así, como una suerte de sustituto laico del sacerdote; con una salvedad: lo que el philosophe debe hacer no es predicar un dogma en sustitución de otro, sino adiestrar en el uso de la razón para barrer el oscurantismo y la ignorancia. De eso hace ya mucho tiempo; hoy las cosas han cambiado. Nuestro siglo ha visto la canonización del intelectual, y también su degeneración definitiva. Es cierto que, en determinadas circunstancias y países, la figura del intelectual, tal como fue codificada por Julien Benda y sobre todo por Sartre, tuvo alguna utilidad; es cierto, también, que muchas veces el intelectual predicó la sustitución de un dogma por otro, renunció a la libertad de la razón para someterse a la unanimidad de las consignas, justificó las peores atrocidades y utilizó sin el menor escrúpulo las causas que defendía para promocionarse. Todo eso es cierto, pero lo que a estas alturas parece ya indudable es que, aquí y ahora -cuando todo ha cambiado bastante y cuando, sobre todo, todo el mundo opina-, asistimos a la irreversible conversión del intelectual en tertuliano; quiero decir: en opinador profesional, capaz de hablar con el mismo escalofriante desparpajo del parto sin dolor y de la composición del átomo, de la peste porcina y de la guerra de Kosovo. Sobre todo de la guerra de Kosovo. Estos días uno los ve en la televisión, los oye en la radio y los lee en los periódicos y siente una vergüenza indescriptible cuando alguien que hace una semana ignoraba la ubicación exacta de Macedonia se permite analizar las causas inmediatas de la guerra y señalar con el dedo a sus responsables. Pero no importa. Los tertulianos opinan, los comentaristas opinan, los columnistas opinan. El ruido es espantoso. Uno piensa que vendría bien un poco de silencio, justo el necesario para escuchar a las pocas personas que podrían orientarnos en el laberinto inextricable de los Balcanes. Hay gente respetable que todavía defiende la función tradicional del intelectual, quizá porque se siente capacitada para desempeñarla con dignidad. No lo dudo. En todo caso, uno tiende a pensar que tal cosa sólo es posible si se cumplen algunos requisitos. Por ejemplo, que el intelectual aprenda a callarse cuando no sabe de lo que habla. Por ejemplo, que descienda para siempre del púlpito y deje de hablar como intelectual y lo haga como ciudadano o, si se quiere, como contribuyente. Por ejemplo, que desista de mirar a la realidad con las anteojeras de las ideologías, que todo lo simplifican, y aprenda a mirarla con sentido común, que todo lo complica. Por ejemplo, que hable poco y sólo cuando es indispensable, porque esa es quizá la única forma de que su opinión no sea indistinguible (o intercambiable) en medio del guirigay ensordecedor de las opiniones. A todo esto apunta, si no me equivoco, Michel Winock cuando afirma que la única forma de supervivencia del intelectual pasa por el "retorno al Yo". Ignoro si esto podría contribuir a dignificar la figura del intelectual, devolviéndola a sus orígenes. Tampoco sé si podría prolongar su vida, o su agonía. Ni siquiera sé si hace falta. Lo que sí sé es que, tal como están las cosas, no vamos a ninguna parte. Y me refiero por supuesto a nosotros, los intelectuales.

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