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Lo que conviene a Pinochet BASILIO BALTASAR

Aunque lo proclame uno de los personajes de Shakespeare, yo no creo que con la muerte se paguen las deudas. Me inclino a suponer que pertenece a la naturaleza de la deuda prolongar en lo eterno las reclamaciones pendientes y que sólo un acto deliberado de la conciencia puede cancelar en esta vida lo que en esta vida ha sido contraído. No imagino en ese más allá un tribunal con sagacidad suficiente para considerar el bullicio de asuntos que toda vida arrastra, sino una formidable ley ciega, una finísima malla capaz de retener la intención y el efecto de palabras, gestos y pensamientos. Sé que una idea semejante es aterradora, y que admitirla nos abrumaría hasta dejarnos colgados de una epojé absoluta. Quizá por ello en los hábitos de nuestra época se haya instalado una desconcertante y amnésica indulgencia. El inesperado reconocimiento de esta incomodidad cultural procede del comité eclesiástico que ha impuesto a sus feligreses la actual y extraña versión del Padrenuestro. Allí donde la ancestral oración decía "perdona nuestras deudas", hoy los fieles recitan, con insólita mansedumbre, "perdona nuestras ofensas". Sin dar ninguna explicación convincente, se suprime el significado espiritual de la deuda y se mete en la oración sagrada el refranero popular, que se apresura a eximirnos de toda complicación psicológica ("no ofende quien quiere, etcétera"). No puedo creer que la expansión colonizadora del pensamiento único haya seducido a los custodios del sintético legado de aquel poeta y carpintero judío, pero esta repentina sustitución, que de golpe corrige la cosmografía religiosa de nuestra cultura, tiene todo el aspecto de una furtiva injerencia doctrinal. Ignoro qué pretende cosechar la jerarquía católica con esta sutil modernización filológica, pero la primera conclusión de un observador desapasionado es que limita el alcance de los poderes divinos y elimina de la espalda de los fieles la dura obligación de perdonar a sus deudores. Sin embargo, la deuda como obligación moral y circuito de retribución inagotable -que sólo podría suspender la soberanía compasiva del perdón- es una realidad demasiado terca. Los vínculos que establece en esta vida son poderosos y raras veces se someten al olvido de la voluntad. Aunque prefiramos ignorar el destino de nuestras afrentas, éstas se pegan tenazmente a nuestros talones y siempre encuentran la huella de nuestra errática memoria moral. Sospecho que las deudas contraídas nos acompañan más allá de la muerte y que en ese territorio inmóvil dan testimonio perenne de su existencia. De ahí que sea tan útil pensarlo dos veces antes de estrenar nuevas relaciones personales. No me cuesta trabajo imaginarme contemplando ciertos paisajes durante toda la eternidad o leyendo siempre los libros que leí. Pero ¿quién soportaría la visión del reproche perpetuo de sus acreedores? A mi juicio, los partidarios de Pinochet que exigen su retorno a Chile, le están haciendo con su fervor un flaco favor al general. Su pasión política y la lectura obediente de la nueva versión del Padrenuestro no son el buen consejo que necesitan para sacar provecho de esta irrepetible situación. Sus agresiones verbales contra el juez Garzón apenas son ofensas aventuradas por la ignorancia y sus amenazas, hijas furiosas de la irreflexión. Y no pienso ahora en la procesión de muertos humillados por la clemencia que no llegó -a los que está atado el general sin saberlo-. Ahora sólo pienso en el escritor Carlos Droguett. Como suele decirse, su nombre ya no suena. Ni siquiera en la memoria especializada. Pero hubo un tiempo en que Carlos Droguett había sido finalista del Premio Biblioteca Breve (1959), finalista del Premio Nadal (1968) y ganador del Premio Alfaguara (1971). Las razones de este olvido dependen en parte de una narrativa que sigue esperando lectores exigentes, en parte del destino -que tiene su parecer en este oficio- y en cierto grado se explica por el legendario mal genio de un autor que muchos conocieron en pleno fulgor de pleito y controversia. Nació en Santiago de Chile en 1912 y murió en su silencioso exilio europeo hace pocos años. Lo conocí en 1985, preparando la edición de El enano cocorí, y me consideré obligado a retribuir la esforzada cortesía que practicaba. Ya curvado por los años, pero con el porte de una osamenta noble, Droguett hacía avanzar su mandíbula ceñida, que presagiaba siempre alguna tormenta. Sus ojos se rasgaban lentamente para no cejar jamás. Y en su cautelosa precisión, adornada con la elegante parsimonia de los estrictos, podías adivinar lo que esperaba de ti. Me llamó desde Suiza para anunciar el voluminoso manuscrito de una novela inédita. Su lectura agradaba a los editores españoles con los que conversaba Droguett, pero todos pusieron como condición para publicarla que el autor prescindiera de la dedicatoria. Pero Matar a los viejos, que Droguett acabó de escribir en 1979, sólo podía ser publicada con la mención que abre sus páginas. En aquel momento yo no estaba en condiciones de hacerlo, pero ofrecí a su autor publicar en Bitzoc el primer capítulo con la dedicatoria íntegra: "A Salvador Allende, asesinado el martes 11 de septiembre de 1973 por Augusto Pinochet Ugarte, José Toribio Merino Castro, Gustavo Leigh Guzmán y César Mendoza Durán". En esta novela, cuya acción transcurre en 1999, Carlos Droguett cuenta la agonía de Augusto Pinochet encerrado en una jaula: "En cuanto oscurece el día se encienden los focos y entonces llega más gente a mirarlo. En el día vienen también, pero son más escasas, provincianas y nerviosas, es evidente, todavía tienen miedo". El narrador nos muestra el soliloquio atormentado del protagonista para desmenuzar los pensamientos de orgullo y confusión que lo atenazan, mientras recuerda las vagas o estremecedoras imágenes de su carrera militar. Con esta novela, Carlos Droguett prolongaba su incombustible proyecto narrativo y se plantaba de nuevo frente a la tragedia dirigida por Pinochet. No para denunciar sus desmanes ni decirle al mundo otra vez lo que todos sabían. Droguett adquiría de este modo su condición de acreedor eterno de Pinochet y sellaba en ese ámbito superior que funda la deuda el destino que irrevocablemente lo uniría al del general. No sólo como ciudadano huido de una muerte precipitada, sino como hierofante que reclama el poder que le corresponde. La minuciosidad con que se inmiscuye en los secretos pensamientos del que 20 años después sería un anciano perplejo y prisionero, las voces que hace resonar en los circuitos huecos de la memoria del general, el hecho de adoptar al enemigo como criatura literaria y encarnarla en un personaje, transformándose así en su padre y en su madre, revelan la fuerza con que Droguett concibió Matar a los viejos. El juramento de pasión que siendo joven ofreció a la literatura tiene en esta novela una trascendencia que quizá no había imaginado. Después de dedicar toda su obra literaria a su única obsesión -"el asesino y la violencia en la muerte"-, Droguett descubrió, al final de su vida, que la creación literaria le permitía retar al general y esperarlo allí donde las deudas no pueden ser canceladas. Por eso creo que los partidarios de Pinochet se equivocan: será mucho mejor para el general encontrarse con el juez Garzón en Madrid, que con Carlos Droguett en el más allá.

Basilio Baltasar es editor.

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