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Kosovo y la política local JOSEP RAMONEDA

Josep Ramoneda

Después de 20 años, algunos adversarios de Pujol siguen sin acabar de entender por qué éste ha ido ganando todas las elecciones a las que se ha presentado. Quizá si se preguntaran qué hacían y dónde estaban el día de Semana Santa en que Pujol convocó una conferencia de prensa para hablar del conflicto de Kosovo lo entenderían un poco mejor. E incluso obtendrían alguna pista para encontrar una receta que les permitiera, algún día, ganar al presidente. Los resabiados que desde las burocracias de los partidos creen saber todos los trucos de la política, aunque los resultados a menudo les desmientan, dirán, con el cinismo que exhiben como placer supremo, que estos temas no otorgan votos y que es en los problemas de la vida cotidiana de los catalanes y en la crítica a la gestión de gobierno donde se ganan las elecciones. Aun si fuera cierto, que no lo creo, la falta de sensibilidad ante un acontecimiento de esta envergadura no dejaría de ser una muestra del modo en que la izquierda ha sido contagiada por la ideología de la derecha, que ha decretado el fin de la política y su sustitución por la simple administración de las cosas. Si se cree que el gobierno de Cataluña es algo más que una administración descentralizada, si se quiere que tenga la entidad política que corresponde a la vocación de autogobierno que se proclama, no se puede pasar de puntillas sobre uno de los acontecimientos más graves y más importantes que ha vivido Europa desde la II Guerra Mundial. En cualquier otro tema se puede argumentar el sentido táctico del silencio. En éste, no. El conflicto de Kosovo ha sobrecogido a la ciudadanía porque la guerra como actualidad siempre es desgarradora y porque hay conciencia de que se están jugando cosas importantes, en buena parte todavía imprevisibles, que afectarán al futuro próximo de Europa en la medida en que se habrán verificado las graves consecuencias de dar a la política un papel secundario. Pujol, como González en España, entendió la gravedad de la situación e hizo acto de presencia, porque la gente tiene derecho a oír a los responsables políticos en momentos de inquietud. Por eso resulta sorprendente que el candidato Maragall, que como alcalde de Barcelona mostró enorme sensibilidad por el problema balcánico y lideró uno de los más importantes movimientos de solidaridad con Sarajevo, haya tardado 15 días en manifestarse y lo haya hecho en el marco burocrático de una declaración oficial de partido. Una lentitud de reacción solamente explicable en el marco de las inercias de una campaña electoral llevada al ralentí. González y Pujol, y el propio Maragall, están formados en una cultura en la que no se dudaba de la supremacía de la decisión política sobre el criterio de los guardianes del cumplimiento inexorable de las leyes de la economía. De esta cultura han aprendido a discriminar y a saber que hay momentos en que es necesario ejercer la pedagogía democrática. ¿O es que tenemos que entender que la diligencia de González y de Pujol demuestra que son políticos de otra época y que el verdadero político posmoderno deja pasar los aviones y los deportados, agarrado al pensamiento débil que dice que sólo importa lo que da votos y Kosovo está demasiado lejos? El conflicto de Kosovo no sólo plantea la cuestión de la solidaridad con un pueblo que puede parecer lejano en lo geográfico y en lo cultural, pero que está a sólo tres horas de avión. El conflicto de Kosovo llega en un mal momento de la Unión Europea. Y puede contribuir a una acción reactiva de los estados europeos que ralentice el proceso de construcción política. El conflicto de Kosovo es una interpelación a las bases de nuestra organización política y a la capacidad de Europa de no seguir dejándose arrastrar por lo que Emmanuel Todd llama el pensamiento cero, que deja al individuo debilitado sin un marco político y cultural de referencia. Tanto en la clase política como en los medios intelectuales ha predominado la discreción. Como si las incomodidades que refleja el espejo roto de los Balcanes bloquearan la voluntad de pensar y las ganas de decir. Ciertamente es una historia incómoda porque no cuadra muy bien con las ideas recibidas y con los mitos ideológicos de unos y otros: ni con el antiamericanismo vulgar, ni con el nacionalismo vertebrador, ni con el realismo pragmático que alcanzó el grado de creencia absoluta mientras Milosevic iba creciendo, ni con la extendida convicción de que la política puede ser sustituida por el dinero. Pero, precisamente por ello, remueve las bases ideales de este fin de siglo en que se había hecho de la histeria del movimiento permanente principio de inmovilismo político y social. Nada de lo que acontece en los Balcanes nos es ajeno. Salvo que estemos definitivamente atrapados en una lógica de país pequeño.

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