El éxodo de la familia Shoshi
ENVIADO ESPECIALLa familia Shoshi es afortunada: ha perdido sus hogares, sus pertenencias, sus cinco vacas y su caballo, su tierra natal y su país, pero conserva lo más preciado: la vida. Son 21 miembros, de ellos 12 niños, hacinados en una tienda de campaña de loneta verde que amplifica como una lupa el tórrido calor que se abate estos días sobre Tirana y que es incapaz de detener los efectos perversos de las tormentas. Su rincón en ese mundo de acogida, a veces sofocante, a veces inundado, está formado por cuatro colchonetas, unas cuantas mantas, unas sacas en las que cuelgan el pan, una ringlera de zapatos viejos y unos bolsones de cuadros rojos en los que disimulan algunos de sus más preciados tesoros: una foto, un regalo de cumpleaños.
La abuela Raze dormita al fondo envuelta en sábanas, como si fuese un cadáver que respira. Yace tocada con un gorrito blanco que resalta el morado de sus párpados. Tiene 90 años, está sorda y teme morir lejos de sus antepasados. Dos de sus hijas, Time y Mereme, andan muy preocupadas por Nush, su hermana de 55 años, de la que no tienen noticias desde hace ocho meses. Ignoran si escapó con su marido y ocho hijos o si aún está presa en ese campo de muerte en el que se ha transformado Kosovo.
Mereme y su marido Myftar son los jefes de esta familia superviviente. Ella es incapaz de contener las lágrimas. Su hijo más pequeño, de tan sólo 18 años, su ojito derecho, lucha desde finales de marzo en las filas de la guerrilla del Ejército de Liberación de Kosovo (ELK). "Él nos dijo que se iba a pelear por su patria. Nos suplicó que no le separásemos de sus amigos. Por eso no pude negarme", dice su padre. Mereme, recostada sobre su brazo, solloza en un suspiro ronco. Algo le dice en su interior que su chico puede estar muerto. Tienen otros cuatro hijos. Hamdi, de 40 años, Zenun, de 34 -los varones, que viven con ellos en el campamento de Tirana-; Nepe que se fue hace 20 años a Francia con su marido, y Halixhe, de la que no saben nada desde hace diez días, cuando fueron expulsados de Skevian, un pueblecido al sur de Kosovo. Éste es el relato de su tragedia.
26 DE MARZO
"A las ocho de la mañana llegó la policía especial serbia", cuenta Zenun. "Fueron a casa del alcalde y le dieron una orden: hoy debe marcharse de aquí todo el mundo. La mayoría de los casi mil vecinos nos fuimos a las montañas"."Yo, en cambio, decidí quedarme", explica Myftar. "Ese día llovía. Por eso pensé que mover a la abuela y a los niños de la casa era una mala idea. Por la noche empezaron a llegar más tropas al pueblo. Tuvimos que protegernos tumbándonos en el suelo, debajo de los muebles. Ellos iban por ahí fuera disparando al aire y contra las fachadas y las ventanas. Tuve miedo. No tanto por mí, sino por mi familia. Zenun, que escucha en cuclillas, le interrumpe con un gesto calmo. "Desde la montaña no podíamos ver nada de lo que sucedía, pero el sonido de los disparos nos llegaba nítido. Hacía mucho frío. Yo estaba seguro de que los serbios vendrían para rematarnos. Por eso optamos por volver al pueblo a la mañana siguiente".
27 DE MARZO
"El retorno no lo efectuamos por la carretera principal. Ellos nos hubieran disparado. Cada uno se deslizó como pudo hasta su casa. Por la noche hubo más disparos. Pasamos toda la jornada encerrados, sin siquiera asomarnos a las ventanas. Ese día pensé en que las tropas terminarían por marcharse y nos nos pasaría nada. Pero me equivoqué", asegura Zenun.
28 DE MARZO
"Esa mañana, a las diez, llegaron de nuevo los policías, aporreando las puertas con las culatas de los fusiles, o dando tremendas patadas. Nos obligaron a salir a la calle. Allí nos dijeron que teníamos dos horas para marcharnos. De lo contrario, el Ejército entraría en el pueblo para matar a todos los que no obedecieran esa orden". Hamdi habla con cierta dificultad. Los ojos traicionan su halo de de forzada frialdad. Están bañados en lágrimas. Como los del resto de la familia que escucha tumbada en sus colchonetas. A su mujer, Samije, de 30 años, le tiembla la barbilla. "Para mí fueron las dos horas más amargas de mi vida", exclama Zenun. "Estaba como flotando. Actuaba como un autómata. Recogimos ropa y algo de comida, leche y agua. Lo cargamos todo en los tractores. Cada paso que daba era como una despedida de toda mi existencia. Ellos nunca nos notificaron el lugar adonde nos trasladaban, pero en el fondo de mi corazón sabía que nos expulsaban para siempre". "Algunos de esos policías", dice Shkurte, la mujer de Zenun, "se reían, pronunciaban groserías en su lengua y nos espetaban: "¡Marchaos a Albania!" Ése sí que es vuestro país. O marchad aún más lejos, a Estados Unidos, con el Clinton ése". "A las doce del mediodía nos pusimos todos en marcha. Una enorme columna de tractores, camiones y coches empezó a dirigirse a Jakova, otro pueblo situado a unos cinco kilómetros de Skivian. Antes de irnos ya estaban los soldados dentro del pueblo. Había carros de combate y vehículos militares. Las tropas llevaban el rostro tiznado y una cinta roja en el pelo, y todos parecían muy excitados. Otros se protegían la cara con unos pasamontañas de lana negros que sólo dejaban a la vista los ojos. Pero éstos no eran paramilitares. A la gente de Arkan nos la encontramos más tarde", dice Myftar. "Para efectuar ese recorrido de cinco kilómetros tardamos media hora. La policía nos registró antes de salir de Skivian. Buscaban armas. Allí, al frente de todos esos hombres, vi al comandante Millotin. Le conocía, porque era el jefe de policía del pueblo. Es un hombre malo con varias muertes sobre su conciencia. Pero mucho peor era su padre, hasta que unos desconocidos lo mataron en una venganza hace muchos años. Poco antes de la una de mediodía llegamos a Jakova. Allí, los soldados nos obligaron a proseguir en dirección de Prizren. Nos tuvimos que detener en decenas de ocasiones en controles militares. En uno nos robaron la harina. "¡Que os den de comer en Albania!", exclamaba un policía. En otro nos retiraron todos los documentos. Incluso borraron el número de registro de los tractores. A los que conducían vehículos que ellos consideraban buenos, de calidad, los bajaban a golpes y les forzaban a subirse a otros. A Prizren llegamos a las seis de la tarde. Anocheció casi de repente", explica Zenun.
29 DE MARZO
"Esa noche sólo pudieron dormir las mujeres y los niños. Iban cubiertos con las mantas que pudimos salvar y con plásticos para protegerse del frío y de la lluvia", dice Hamdi. "Los varones conducíamos los vehículos. En aquéllos en los que viajaban dos hombres, éstos se podían turnar. En mi caso", cuenta Zenun, "tuve que mantenerme despierto toda la noche. Estaba solo, sin relevo posible. La carretera era muy peligrosa, con muchas curvas y barrancos y precipicios a los lados. Además, tenía que estar atento a la aparición de los controles. Si me pasaba uno de ellos corríamos el riesgo de morir tiroteados. Los agentes y los soldados con los que nos topamos en el camino estaban muy nerviosos. Todos repetían lo mismo, que nos fuésemos a Estados Unidos o a Albania". "Pasamos por muchos pueblos", relata cansino Mytar. "En todos ellos había tropas serbias. En uno, del que no recuerdo bien el nombre, unos soldados nos pararon y delante de nosotros quemaron una vivienda que ya estaba vacía. "Mirad lo que hemos hecho con vuestras casas". En los tractores llevábamos pintadas unas frases que nos garabatearon al salir del pueblo varios días antes. Decían: "Propiedad adquirida por los serbios".
30 DE MARZO
"Este fue el peor día de todos", reconoce Zenun con el iris húmedo. "Cuando ya estábamos bastante cerca de la frontera albanesa, aparecieron los paramilitares de Arkan. Iban vestidos con trajes amarillentos con franjas negras. Parecían tigres. Por eso les llaman así, Los tigres de Arkan. A él, al jefe, no le vimos, pero sus hombres detuvieron la caravana. Iban armados con kaláshnikov y cuchillos de grandes dimensiones. Se acercaron a mi tractor. Uno de esos paramilitares me puso el fusil en los riñones y me dijo: "Dame todo el dinero o te mato". Traté de explicarle que nos habían obligado a huir de nuestras casas sin tiempo para recoger las cosas; le dije que ya nos habían quitado el dinero en otros controles, pero de nada sirvió. Apretó la bocana contra mi espalda y me volvió a amenazar: "Si no tienes dinero será peor para ti, porque entonces tendré que matarte". Un segundo paramilitar llegó por el otro lado del tractor y me acercó un cuchillo al cuello. Entonces les dije que tenía 500 marcos y se los di. Después se subieron a la parte trasera del tractor y fueron quitando a todas las mujeres los collares, los anillos de matrimonio, los pendientes. Nos quitaron también algo de comida. Pero al final, tras comprobar que ya no teníamos documentos de identidad, nos permitieron proseguir. Esa tarde, a las seis, llegamos a la frontera. Allí nadie nos tomó el nombre ni apuntó el número de los que cruzábamos a Kukes. Se limitaron a controlar que no llevábamos armas".
31 DE MARZO
"La noche en el campamento de Kukes fue muy dura", explica Time Shoshi, de 63 años, la hija mayor de la abuela Raze. Está viuda desde hace ocho años, pero arrastra detrás de sí a una prole de hijos y nietos. "Hacía frío. Todo estaba embarrado. Nos costó mucho encontrar un sitio para dormir. Ese lugar está repleto de gente de otras zonas de Kosovo. Algunos llevaban varias jornadas esperando ser trasladados". "Esa noche fue la primera en la que pudimos descender de los tractores", interrumpe Zenun. "Yo caí como un tronco sobre una manta y dormí toda la noche como si estuviera muerto. Estaba agotado. Me dolían los ojos y todos los huesos. Fue el primer instante desde nuestra expulsión en el que pudimos comer algo. Pan y algunos alimentos que adquirimos en una tienda de Kukes. Un vecino de esa localidad, un albanés al que dejamos al cuidado de nuestros cinco tractores, nos prestó diez marcos. Fue un gesto muy bello, porque él sabía bien que era imposible que se lo pudiésemos devolver".
1 DE ABRIL
"Por la mañana alguien nos dijo, casi en secreto, que había unos camiones y unos autobuses que llevaban a los refugiados hasta Tirana", recuerda Hamdi. "Nos pusimos todos en movimiento y tuvimos la inmensa fortuna de meternos en uno de ellos. Al llegar a la capital, la gente nos decía que siguiéramos hasta Dures, que allí enconraríamos cobijo. Pero, una vez más, la suerte se cruzó en el camino. Un médico que estaba empeñado en acogernos en su casa, aunque carecía de sitio, nos habló del campamento de la piscina. Allí nos dirigimos y encontramos acomodo".Desde el 2 de abril, la familia Shoshi vive hacinada en una esquinita de una gran tienda verde en la que a veces hace calor y otras se inunda. Viven sobre cuatro colchones y una ristra de mantas viejas. Con una bolsa repleta de pan balanceándose sobre sus cabezas. En esa tienda comparten su vida de expulsados con otras personas que ni siquiera conocían. Comen tres veces al día y pasan las horas muertas pensando en su destino. Los tres varones se mueven por el campamento, se asoman al bar, pero no pueden ver la televisión. Para ello es obligatorio consumir. Una cerveza cuesta un dólar, una fortuna para ellos. Las mujeres de la familia lavan la ropa con la ración de jabón y acicalan su paraíso. Los niñas, como la revoltosa Besarta, de 11 años, son las encargadas de pasar por el suelo unas ramas que sirven de escoba. Sólo la pobre Mereme se niega a levantarse. Ni siquiera la emoción de una foto la mueve. Toda ella está en Kosovo, vagando por las montañas, junto a la sombra de su hijo de 18 años, ese ojito derecho que ella sueña ya muerto en sus peores pesadillas.
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