Hierro, naturalmente
Lo primero que se ve de José Hierro es la naturalidad, más que la calva.Su calva es poderosa y rotunda, no deja lugar a dudas; él la dibuja con un trazo firme, como si fuera el signo esencial de su cara, y a veces, en esos autorretratos que se hace con las huellas del vino y del café, la corona con las plantas verdes que halla en la mesa donde almuerza. Sus ojos los hace achinados, pero siempre mirando. Como no puede reproducir el movimiento, no se le ve en esos retratos llegando a los sitios: había un presidente argentino, Irigoyen, que decía, si le preguntaban de dónde venía: "Yo, hasta cuando vengo, voy". Así es Hierro, va hasta cuando viene.
Su destino, en la conversación y en los sitios, no es el de estarse quieto: está acostumbrado a que su mente deduzca lo que vaya a decir el de enfrente, y a veces se le ve adivinando y pasando rápido a otra cosa, por eso parece ausente, divertido con un mundo propio que a veces deja compartir; no es despiste, sólo, es su manera particular de soñar entre la gente, mientras los demás hablan; en esos periodos de lejanía canturrea, dibuja, y de vez en cuando se pone la mano poderosa en el frontal y hace una pregunta; mientras oye la respuesta, vuelve a dibujar, y al final te da el retrato de una sonrisa que tú no sabías que estabas esbozando.
No se detiene en menudencias, y eso le ha evitado estar en las mezquindades de la poesía; no ha estado en banderías, ni las ha alimentado, y en su diccionario personal la palabra envidia está tachada por la vida, la generosidad y la experiencia. No tiene nada que ver con la vanidad ni con la falsa bondad: es un tipo de una pieza, a quien se ve llegar desde lejos con una rama de olivo en la mano, para desear paz en la conversación y en la vida: sufrió terriblemente, en su carne y en su alma, en tiempos feroces, la dentellada de la guerra civil, y eso no le hizo rencoroso sino justo: no se le ve despotricando de los contrarios, porque sabe que el silencio, y la poesía, que es una manera sublime de condensar el silencio, son mejores armas que la explicación del odio. Su famoso verso "Antes, cuando moría un español, se mutilaba el universo..." tiene que ver con un emigrante español muerto en Nueva York, pero tiene que ver también con las ilusiones que la peor época de nuestra vida en el siglo deparó a un país que viajó para huir de sí mismo, por obligación desesperada, por el exilio que padecieron no sólo los que estuvieron fuera tras la guerra, sino -como dice Manuel Rivas hablando de los poetas del tiempo de Hierro- los que se quedaron en un país gris y terrible, como las losas de una tumba.
Ha trabajado mucho José Hierro, y ese trabajo suyo siempre ha tenido como esencia la dedicación a la poesía. La Academia le corona ahora, y él habrá dicho en todas partes -lo dijo antes, lo dice ahora- que no tiene nada que aportar; lo dice siempre, pero no es falsa modestia la suya: nunca cuando habla busca Hierro el falso elogio de los otros, el saludo que procuran los falsos buenos. Él es así, naturalmente: en su rostro, en su palabra o en su vida no hay impostado un gramo de mentira, la más mínima impostura. No se carteará con los presidentes, ni les pondrá la alfombra del elogio para subir escaleras: no está por la impostura.
El otro día le llamamos, para preguntarle sobre la guerra de Yugoslavia. El nuevo académico era todavía José Hierro, naturalmente, un candidato a la Academia muy a su pesar: nunca quiso honores, y ahora los tiene muy seguidos, pero él prosigue su actividad diaria como si nunca hubiera caído sobre su cabeza esa suscesión de laureles que tuvieron su origen más abundante en aquel Premio Príncipe de Asturias que le dieron en 1981 y que a él le permitió dar una lección aguda, honda y verdadera de democracia y de vida en un país que había pasado por la desvergüenza de un golpe de Estado. Pues ese día que le llamábamos para hablar de la guerra, hace exactamente una semana, cumplía 77 años y escribía en el bar de todos los días un poema nuevo, una memoria, cualquiera de las cosas que escribe desde siempre para ordenar los sentimientos, la memoria y la vida. Cuando por fin Angelines, su esposa, pudo situarlo ante el teléfono, el poeta dijo: "¿Y qué sé yo de la guerra? Otros lo dirán mejor. Yo sólo sé que eso es un disparate". Con la Academia siempre fue esquinado: "¿Para qué? ¿Qué tengo yo que dar a la Academia?". Naturalidad, ¿le parece poco?
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