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El extraño castigo de la fama

García Márquez suele decir en estos días que sus memorias constarán de tres partes. En la primera narrará sus años de infancia y juventud, el universo de la familia y las cosas domésticas. En la segunda se referirá a su tiempo de periodista, al mundo de las redacciones y las primeras publicaciones de libros con tiradas exiguas. En la tercera y definitiva se hablará del terrible castigo del éxito, de la mano cruel que esgrime la fama.Cualquiera que escuche a García Márquez evocar las sevicias de su fama podría escandalizarse con la injusticia de esta queja. El famoso que protesta los incómodos de la celebridad se iguala al rico que quisiera hacerse un mártir de los trastornos del mucho dinero. Casi nadie podrá creer, en todo caso, que las presuntas molestias no compensen del aura o de la fortuna. Y, sin embargo, la fama para no pocos ha conllevado su muerte, la emergencia de un antagonista que dispara, envenena o corta las venas.

Juan Cruz ha reunido en un nuevo libro, El peso de la fama, el resultado de veinte conversaciones con personajes españoles que destilan tanto la felicidad de haber triunfado como el sabor de su tránsito desde la identidad a la imagen, desde su condición de sujetos a la de ídolos alineables entre una colección de objetos.

La fama es una condición anhelada mientras se halla distante o es todavía de naturaleza incierta, pero cuando se aglomera puede comportarse como una catástrofe espiritual en la que es necesario bracear briosamente para salir con vida. El gran éxito requiere, para no quedar malherido entre sus dientes, una consistencia personal sólo al alcance de un grupo menudo. Al famoso le envuelve pronto y sin posible control una jauría de voces, halagos y espejos que, para no enloquecer, necesita traspasar con un machete, una fuerte resistencia al dolor y una botella de quinina.

El libro de Juan Cruz reúne varios aspectos de esta rara lucha que a menudo acompaña la existencia del personaje y donde la fama viene a ser como una nueva patología. Bajo su influencia, el individuo puede extraviar su juicio, agostar su mejor tarea, perjudicar o desenfocar su obra como efecto del resplandor. El fenómeno de la fama tenía menor relevancia en otros tiempos, cuando los triunfos se obtenían con relativa morosidad y el prestigio partía de un lento y asiduo bruñido de la obra. Pero hoy, con los medios de comunicación muy bárbaros, el triunfo puede llegar como la explosión de una tormenta y trastornar el enclave biológico de los bañados por la fortuna.

Precisamente la veintena de escogidos que aparecen en el libro de Juan Cruz, desde Almodóvar hasta Isabel Preysler, desde Gabilondo hasta Saramago, parecen habitantes de una única urbanización donde la globalidad de los vecinos son también célebres. A los famosos, o se les ve juntos, en las noches de gala, en las recepciones reales, en los conciertos benéficos, o no se les ve nunca. Habitan este mundo como una especie diferencial que sólo puede relacionarse con famosos, con aquellos contagiados de la misma enfermedad, presas de los mismos privilegios, víctimas de la misma gloria.

Muy lejos de descansar en paz, complacidos con sus conquistas, reunidos en este albergue, bendecidos por el efecto de la suerte y la virtud de sus facultades, cada uno de estos seres ha venido a acrecentar con su éxito el tamaño de sus riesgos y el número de sus amenazas. Unas proceden de las afueras, de la propia inestabilidad de las circunstancias y la veleidad de los gustos, pero otras provienen directamente desde adentro. Desde el pavor a no ser quizá el que se pretendía ser, o incluso a haber llegado a ser aquello impensado que la fama ha decidido muy poderosamente y que ya, dentro de su espesa y turbadora niebla, es difícil distinguir de la propia mentira o de la primera verdad.

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