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Los émulos de Robin Hood

ESPIDO FREIRE Ahora ya no se hacen con palos afilados, sino que disponen de arcos y ballestas sofisticados, y de espadas a las que les falta una luz láser para parecer de verdad, pero los niños actuales, como los de hace años, y aún siglos, continúan jugando a ser Robin Hood. Durante siglos el personaje del proscrito de Sherwood fue conocido por baladas y obras de teatro; cuando el pueblo se encontraba oprimido, esas canciones aumentaban. Cuando existía una mayor libertad, regresaba al letargo. No ha sido el único. Bandidos honrados, ladrones buenos, han existido siempre, pero, imagino yo que por lo escaso, han atraído siempre la atención y se han convertido en héroes del pueblo. Robaban a los ricos para repartir el dinero entre los pobres, burlaban a la autoridad y la ponían en ridículo y salían con bien de todas sus aventuras. Cuando yo era adolescente, la ETB emitió una serie sobre Robin Hood que supuso el regreso del bandido después de un largo sueño en que el cine no se había ocupado de él. Este Robin, arrebatadoramente guapo y con un toque místico de héroe condenado a una muerte trágica, marcó un antes y un después; nunca hasta entonces un bandido había recurrido a un dios pagano, como éste hacía, para justificar su proceder. Por primera vez Robin Hood aparecía como un joven melancólico, elegido por un espíritu del bosque, y, que no dudaba, aunque luego le pesara, en eliminar a soldados del Sheriff, mercenarios torpes vestidos con capas azules. Cuando leí que la mayor parte de los guerreros de la juventud vasca, los héroes de la kale borroka, rondan mi edad, entendí muchas cosas. Comprendí que, sin que ellos mismos lo esperaban, cumplían con su actitud un sueño, el de convertirse en el héroe que, a falta de bosques en que ocultarse, escoge las calles para esconderse del malvado poder central. Como los bandidos de Sherwood, ellos creen contar con el respaldo del pueblo; como este Robin son jóvenes, y tal vez idealistas y apuestos. Y, para ellos, existe un Príncipe Juan, y un Sheriff que manda contra ellos a sus legiones de mercenarios, y tal vez se planteen seriamente apuntarse a unos cursos de tiro con arco, por eso de aportar un nuevo toque romántico a la historia. Después de todo, o se hacen las cosas bien, o no se hacen. Sin embargo, da la sensación de que al guionista se le ha ido la mano, o que los actores campan por sus respetos, porque, una vez dentro de la causa, su causa, poco importa que sean las casas del pueblo las que quemen, o a los propios campesinos a los que ataquen. Sin que se sepa cómo, la libertad o la justicia no importan: importa tener la razón, y nadie, ni siquiera los héroes de leyenda, han logrado poseer del todo la verdad. Y, convendría recordar a los jóvenes bandidos, Robin Hood murió en la cima de un promontorio, asaeteado, y sin que nadie, ni sus amigos, ni sus enemigos, ni su propia esposa, supieran por qué se empeñaba en una causa perdida de antemano. Muerto. Y sus bandidos, encarcelados y presos, se perdieron en el olvido. Al parecer, el dios de los bosques que les llamó no consideró oportuno librarles de sufrimientos. El pueblo, mal que bien, continuó sobreviviendo. Con el tiempo, lograron un consejo de notables en cada aldea, y consiguieron el apoyo real. Que se sepa, jamás recurrieron a ningún otro bandido, a no ser en las remotas regiones escocesas, en las que Rob Roy hacía de las suyas. Y ahora, cuando se contemplan los destrozos en las calles y los comercios destrozados, y nos maravillamos ante la indiferencia de nuestros notables, es triste comprobar el modo en el que continúan vigentes las leyendas y los mitos, o, cuando menos, ciertas series de televisión; todo se ensucia cuando pasa por las mentes equivocadas, y se deforma si se aplica con intención aviesa. Y los que corren por las calles escondidos en las sombras, los bandidos de pacotilla, se cansarán y abandonarán su lucha. Para mal, o, en este caso, para bien, los héroes no llegan a viejos.

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